miércoles, 30 de junio de 2010

Cuando hierve la tinta

Un pensamiento, de espíritu inquieto, caracolea vertiginoso por entre las redes mentales de uno. Lo hace desde el subconsciente y de un modo tal que arrastra consigo otros pensamientos afines hasta que tiene lugar un golpe repentino de algo que tarda en apreciarse, un coletazo de inventiva, y entonces sucede que se incuba una idea.
Es el mal del escritor.

Puede sufrirlo a cualquiera que sea la hora, en el más insospechado de los lugares; venirle los padecimientos una tarde en el cine, o en el desayuno de la mañana, e incluso cuando está dormido. Es en ese momento en que se siente bullir despabilado un brote de ingenio, como si algo corrosivo surcase los entresijos del cerebro; cuando se nota pugnar las palabras por salir al exterior es que tienen que ser escritas. Y te muerden si no lo haces.
Se sufre el ataque de una insistente corriente de asociaciones, las expresiones se agolpan a punto de estallar en la boca, y un punzante bolígrafo se adhiere raudo a la mano. Las piernas, autómatas, se orientan al escritorio, la silla se agarra el cuerpo, los brazos se predisponen, la vista se lanza al folio en blanco. Imposible conciliar el sueño, todo lo demás está fuera de lugar. La ilusión lo absorbe a uno y la idea deja de ser suya, ahora es él el que pertenece a la idea.
En breve, y de forma acuciante, se advierte el deslizarse de letras caprichosas, trazos agresivos que roen el papel hasta deslustrar lo blanco y convertirlo en un sinnúmero de rayas de tinta. La mano agitada anotará frases que ni siquiera se habían pensado y palabras que ni se recordaban aprendidas. Y unas pulsiones desconocedoras harán mella en lo oculto de cada uno, todo mientras dure el delirio. Amigo, entonces se estará rasgando el Velo de Maya, porque no escribe uno, sino el otro.

Cuando tiene lugar el fin del sortilegio uno se despierta como de una borrachera. Siente jaqueca, le duele el cuerpo, le cuesta reincorporarse al mundo de lo físico, y descubre ante sus ojos una pila de hojas manchadas.

miércoles, 23 de junio de 2010

Todos los hombres con bigote

Desde el sueño más profundo, mi cuerpo entumecido se despertó. Ni siquiera supe cuanto había dormido. Dejé poco a poco que mis brazos y piernas revivieran, un hormigueo me delató que estaban volviendo de mi lado, del lado de la consciencia. Mi mente, en cambio, parecía resistirse al estímulo, como si un influjo le animase al adormecimiento.

Atravesé las estancias de mi casa hasta la cocina, quise preparar café pero no pudo encontrarlo. Abrí la nevera y comprobé confuso que unas latas que nunca había visto ocupaban todas las bandejas; parecían de bebida, cogí una y la probé, no sabía a nada. Aún adormilado eché un vistazo al salón y lo encontré raro. Sospeché entonces que no era yo que estaba aturdido, algo había de extraño en lo que me rodeaba. Como si alguna cosa no encajase. Todo estaba en su sitio, sin embargo… Entonces me senté en el sofá y encendí el televisor.
La primera imagen era la de una mujer, atractiva; vestía de un rojo pálido, tenía el pelo negro y lo llevaba recogido por una coleta, los labios los tenía pintados del mismo rojo del vestido y sus ojos eran marrones. Hablaba del tiempo. Cambié de canal, la misma mujer aparecía ahora anunciando un coche, un deportivo blanco. Llevaba el mismo vestido y tenía el pelo igual de recogido, como si no hubiese pasado un minuto entra una grabación y otra. Cambié otra vez de canal, volví a cambiar, y así muchas veces. En todos, uno tras otro, sin excepción, aparecía la misma mujer como duplicada por las ondas televisivas, siempre estaba ella.
Sin ni siquiera apagar el aparato me incorporé del sofá y me dirigí a donde unos cuadros de la pared me llamaron la atención. Tenían algo de familiar, pero a su vez, también los encontré desconocidos. Me sorprendió que uno de ellos fuera de aquella misma mujer, la de la televisión. El otro, aún más desconcertante, se trataba del retrato de un hombre de rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Tenía el pelo corto, castaño, llevaba traje negro y corbata gris, y lucía un arreglado bigote. Un buen rato pasé mirando aquel rostro hasta que una voz, venida de algún rincón de la casa, me sacó de la abstracción, una voz de mujer.
—¿Por qué has encendido mis canales? —se escuchó.

Fui instintivamente a dónde la televisión, y allí me la encontré, a ella, siempre a esa misma mujer, pero esta vez en persona, en mi propia casa. Volvió su rostro hacia mí, esperando una respuesta mía que no llegó. Solamente me limité a mirarla con tanta fijeza como me era posible, como si esperase a que en cualquier momento se desvaneciera. Pero no lo hizo. Después de unos segundos de silencio ella cogió el mando y apagó el televisor.
—Sabes de sobra que tu mando es el azul —dijo.

Luego se dio la vuelta, y se internó en alguna de las habitaciones de la casa. ¿Qué estaba ocurriendo?, pensé. Todo aquello se ofrecía ante mí con una atmósfera ambigua. En parte reconocía mi casa, reconocía los muebles y creía reconocerla a ella, pero solo en parte. También parecía ser todo nuevo y desconocido, ajeno a mí, e irreconocible en tanto que a ratos me parecía estar en alguna otra casa. Algo aturdido me senté de nuevo en el sofá. Vi que sobre la mesa había un mando azul, y le di al botón de encender. Casi parecía la misma programación, los decorados, la música, las palabras, solo que en lugar de la mujer aparecía el hombre del cuadro, justo igual en apariencia. Como había sucedido con la mujer, él también ocupaba todas las sintonías, hablando de política o deportes o dando clases de gimnasia. Eso si, siempre de traje.
No puede ser, me dije a mí mismo, algo enfurecido. Entonces levantándome de golpe, me apresuré a salir de la casa, hacia las escaleras. Mientras bajaba, ni sabía cuantos pisos tendría que bajar, me preguntaba si lo que sucedía no podía ser un mal sueño, y en realidad estaba aún en la cama durmiendo. Pero en el fondo sabía que no.

Salí a la calle, a una avenida ancha, y tuve que andar unos metros hasta que quise darme cuenta de lo que ocurría. Todo era lo mismo.
A izquierda y derecha, todo el paisaje parecía ser una clonación de sí mismo. Las mujeres que transitaban eran todas esa mujer, y con los hombres pasaba igual.
También los edificios, de idéntico color y proporciones, y los coches, el mismo deportivo blanco del anuncio. Asimismo los balcones, los establecimientos, farolas, fuentes, adoquines, iguales hasta el último detalle. Caminé despacio y mirándolo todo, escrutando cada porción de imagen por si aparecía algo desigual, ansioso por encontrar a una mujer de azul, un hombre sin corbata, o un coche verde. Pero nada, centenares de siluetas copiadas unas de otras seguían su paso, inalterados; las mujeres de rojo, y todos los hombres con bigote.
Después de mucho caminar me detuve ante uno de los escaparates y me quedé atónito. Desde el reflejo sobre el cristal me llegó mi propia imagen, la misma de todas, aquella del cuadro y de la televisión, aquella que se contaba por millares en las calles; un rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Un hombre de pelo corto y castaño, de traje negro y corbata gris, y con un arreglado bigote. No supe entonces si pensar que toda la demás gente se había vuelto como yo, o yo me había vuelto como ellos.

miércoles, 16 de junio de 2010

Diccionario patético

Hoy, unas idioteces.

Rastsafari: Recorrido por la estepa africana exclusivo para gente con rastas.
Calentines: Calcetines que calientan.
Ciclopedia: Enciclopedia para gigantes de un solo ojo.
Surfnormal: Alguien idiota que practica surf.
Astrohúngaro: Sol de Hungría.
Caravana: Rostro que no dice nada.
Cableado: Chino con enfado.
¡Ay, mi arma!: Expresión que utiliza un soldado andaluz para dirigirse a su rifle.
Table Dance: Lugar donde las mesas bailan.
Agua-cero: Cuando no llueve nada, sequía total.
Extintor: Alguien que en otro tiempo vendía tinta.
Enchufa: Corriente de alimentación que sirve para hacer horchata.
Pordioseros: Gente desprovista de erotismo, de ahí la súplica a los dioses “¡Por Dios, Eros!”
Manifiesta: Ocasión de celebración y jolgorio para las manos.
Menoscabar: Ahondar en la tierra en menor grado.
Fraudulento: Estafa que tarda mucho en ejecutarse.
Shiva: Diosa del impuesto sobre el valor añadido.

martes, 8 de junio de 2010

Los Nuevos Estilitas

Casi lo he logrado. Acabo de trasladarme a mi nuevo apartamento. Es un séptimo piso.
Es pequeño, la pintura de las paredes está desgastada, hay humedades en el techo, algunas bombillas están fundidas, huele mal y no está amueblado, pero no me importa, no pienso quedarme mucho.

Hace tiempo que no estaba solo. Me siento en una silla polvorienta y leo el periódico; esta mañana han ingresado a otras tres personas por lo mismo, y anteayer murió otra más, todas en esta misma ciudad. «Es nada menos que alarmante el incremento de los llamados Nuevos Estilitas» leo en el titular, «…seguramente debido a un rechazo cada vez más pronunciado hacia la sociedad» Otros diagnósticos aparecen en el artículo: alienación grave, falta de identificación con su entorno, desencanto general, autoflagelación.
Igual todos son ciertos.

El resto del periódico no me interesa y lo dejo en el suelo. Pienso en que esto no es nuevo, la historia siempre las ha tenido: personas que sufren por voluntad propia. Existen, sean cuales sean los motivos, por espectáculo, por fama, por placer, por creencias religiosas, por una protesta o por dinero.

Houdini, al que sus retos le valieron la fama mundial, murió de peritonitis a causa de que un tipo le golpeara, de forma pactada, para comprobar su resistencia; “Cannonball” Richard detenía balas de cañón con su abdomen; Alvin “Shipwreck” Nelly estuvo sentado cuarenta y nueve días en el asta de una bandera, y Annie Taylor, una profesora de sesenta años, cruzó las cataratas del Niágara metida en un barril. Los hay que por devoción, se acuchillan el cuerpo o se aporrean la cabeza.
Simeón, llamado “el estilita”, pasó treinta y siete años viviendo sobre una columna, como penitencia. Luego, otros de su mismo tiempo le imitaron.
Ahora, mucho tiempo después, existe un grupo de gente, los Nuevos Estilitas, y según las noticias cada vez en mayor número. El “método”, muy sencillo; uno empieza tirándose desde un primer piso, una vez conseguido tiene que tirarse de un segundo piso, luego de un tercero, y así hasta donde cada uno pueda.

Algunos han dicho que es un suicidio camuflado. Estoy de acuerdo. Pero encuentro que hay algo bello en eso; no tan solo como una forma de pronunciarse en un mundo que no escucha; sino como algo exclusivamente nuestro, del ser humano, nuestro sufrimiento voluntario; un oso nunca metería la pata en un cepo aposta. Es un reto como el de Simeón, o como el de Cristo cuando se internó en el desierto.

Me levanto de la silla; después de años de rehabilitación las piernas aún me flaquean un poco, pero puedo avanzar unos pasos, los suficientes hasta el balcón. Soy Samuel, uno de los Nuevos Estilitas; quizá bata un record dentro de unos minutos, quizá mañana salga mi nombre en las esquelas. Todo lo demás no me importa.

miércoles, 2 de junio de 2010

Bohsumán «el de la muerte dulce»

A la edad de treinta y siete años, después de quince como sultán de Jumea, Ramán se estaba muriendo. Durante las tres semanas que venía padeciendo lo que los más entendidos hablaban de algo intratable, su hijo y esposa, a los pies de su cama, le habían visto consumirse el cuerpo, y abandonarse al lecho, sin fuerzas y apenas sin aliento, en una de las estancias de palacio.
Cuando la fiebre le daba tregua, el enfermo podía escuchar de fondo cómo la gente, su pueblo, se arremolinaba en torno a la casa, suplicando a los dioses que se recuperara. Un día dijo:
—Falta poco ya para morirme, querría aprovechar este tiempo.

Y así, uno de los días pidió Ramán ver a sus animales, a los que habló y acarició efusivamente; al siguiente quiso saludar a aquellos que habían venido a verle, y recibió todo tipo de dádivas y agradecimientos; al otro lo pasó con su esposa, y se bañaron juntos y se rociaron esencias y aceites, y compartieron lecho; al cuarto día quiso que le dejaran solo, y no se le vio hacer nada, salvo murmurar para sí, con los ojos cerrados.
Al quinto llamó a Negoy, que entonces contaba ya con veinte años, para que le acompañase en sus aposentos. Toda la mañana estuvieron juntos, aunque no se hablaron; cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Tan solo a veces se miraban el uno al otro, cuando el hijo le llevaba al padre un vaso de agua, o algo de comida.
Cuando ya atardecía, se acercó el hijo a donde yacía tumbado Ramán.
—Sabes papá,—le dijo, mientras miraba a la gente por la ventana—, la tuya va a ser una muerte recordada.
—Toda esa gente de fuera —continuó hablando Negoy— tiene algo que agradecerte, así que entiendo que no soy el único que pierde un padre. Has sido muy fuerte, y creo que ahora te preocupa irte por lo que pueda pasarnos a los tuyos sin tí. Pero créeme, no has podido hacerlo mejor, te vas con una nación que te quiere, una esposa que te ama y un hijo que te adora. Gracias.

Entonces Negoy puso la mano en la frente de su padre, y a la vez que esbozaba una sonrisa, le dijo:
—Puedes irte padre, pues ya has cumplido, y la tuya será una muerte dulce.

Ramán sonrió también, y se entrevió un destello en sus ojos.
—Entonces recuerdas lo que dije a los elefantes… te quiero, hijo.

Y así Ramán abandonó el mundo, y el pueblo le lloró durante un tiempo, recordándole, gracias al relato de Negoy, con el último de sus nombres, Bohsumán «el de la muerte dulce».