Bajo una noche de ópera espacial, un convoy marcha, híbrido de ensueños, sobre un camino de hojas de otoño. Marchan al ritmo lento de un paso por semana, aquellos, los que fueron testigos del baile de los planetas, del lloro de los ángeles, de la supervivencia de un árbol. Marchan payasos alcohólicos, gentes de la India, suicidas estilitas, asistentes de Hara-Kiri; marchan también iluminados, señoras sin reverso, hombres infortunados, y niñas en busca de huellas; marchan todos ellos a lomos de un elefante, aquél que no adivinaron los cuatro sabios.
Sobre sus espaldas, el gigante los acuna, y su paso los mece. Miles de personas se agolpan, confundiéndose en una masa abigarrada; un escritor de ciencia ficción abraza una máquina de escribir, un pescador japonés enseña el oficio a su hijo, un joven actor bebe vino en una bañera, hay también un loco y una niña que envejece de súbito. Un gato se pasea entre las piernas de todos, enigmático, y otra niña con un globo se entretiene buscándolo.
Entre los breves espacios huecos se adivinan, desperdigados, aquí un libro, allí un paraguas roto, más allá un jersey, o tal vez dos calcetines. Arriba, surcan el cielo los aleteos de unas palomas bien alimentadas, y se escuchan sonidos urbanos: un estornudo, un lloro compartido, la tonada de un reloj suizo.
En el camino también, próximas al animal, caminan las personas que lo alentaron a tomar el viaje, aquellas cuyas palabras le infunden fuerza, y a ellas les agradece en silencio con sus ojos antiguos.
Entonces ocurre, justo después de un año desde que iniciaran el viaje, que el elefante recuesta sus patas, hace un alto en el camino, y descansa. El elefante descansa.
miércoles, 18 de agosto de 2010
miércoles, 11 de agosto de 2010
Hombre dando de comer caviar a las palomas
Si Emilio comía en el ascensor, se afeitaba tumbado en la cama y guardaba la cartera y las llaves en una bandeja de la nevera, se debía a que, ya desde pequeño, sufría la terrible necesidad de hacer cosas que no hiciese nadie más. Cualquier acción que se asemejase a la de otra persona le enfermaba hasta tal punto que el afán de la exclusividad le llevaba a tener comportamientos cada vez más extraordinarios. Así, en el colegio se presentaron los primeros síntomas de este trastorno; a los doce años quiso llevar corbata y mocasines, cuando a esa edad sus compañeros lucían sus primeras deportivas y se llevaban las sudaderas con capucha. Y mientras en el recreo se jugaba a fútbol o a la comba, el pequeño Emilio se inventó un juego donde se tenía que jugar al fútbol mientras se saltaba a la comba, pero entonces otros comenzaron a interesarse y él dejó de jugar.
Fue conocido en su instituto mayormente por su afición a leerse los libros al revés y por escribir con las dos manos de forma alterna, un párrafo con cada una; así no pertenecía al grupo de los zurdos ni de los diestros.
Más tarde, a medida que fue creciendo, lo hicieron también sus manías; son muy conocidas en su vecindario las rarezas que representaba muy a menudo: le habían visto batir huevos en la parada del autobús, pasear un centollo, lavarse los dientes en una cabina telefónica, y tocar una guitarra sin cuerdas con un letrero que decía «la música se lleva por dentro». Y luego estaba su apariencia. Ya llevaba pajarita con chándal, o combinaba colores imposibles, o usaba zapatos de distinto juego, o llevaba media cara con barba y la otra media afeitada. Era un hombre con insaciable curiosidad, y en todos sus quehaceres buscaba siempre la oportunidad para crear algo nuevo.
Nunca aprendió a conducir, ni cogía el transporte público. Cuando se disponía a salir a la calle, lo hacía siempre a horas poco comunes y por calles poco concurridas.
Había despertado en sus vecinos una curiosidad morbosa, y a cada vez que salía de casa las mirillas se copaban con ojos ávidos de cualquier cosa estrafalaria. Y siempre las había. Unas veces Emilio, que vivía en un quinto, subía los escalones de espaldas, otras, utilizaba de forma alterna el ascensor y la escalera, así pues, subía un piso andando y el otro en ascensor. Otras veces se santiguaba en cada rellano, o recitaba poesía, correspondiendo a verso por escalón. De todas formas no le gustaba tampoco repetir sus propias excentricidades.
No conocí a nadie igual, tan en constante huída de las costumbres y de la práctica común, tan distante del comedimiento y de las normas. Emilio era así, pero no lo empujaba a ello un afán de destacar, ni siquiera se trataba de una protesta contra el sistema. Simplemente adolecía de una enfermedad aún no catalogada, que le obligaba a romper en todo momento con los condicionamientos sociales. Esto era cierto hasta tal punto que si, por ejemplo, en el supermercado se sentía actuar igual que los demás por llevar carro, le invadía una náusea, y entonces se deshacía del carro al instante y cargaba los productos, que se yo, metidos en calcetines. El problema que Emilio tenía era este, que por su condición de trasgresor exacerbado, sufría una desazón cuando en ocasiones no tenía más remedio que actuar según la mayoría.
La primera vez que lo vi estaba sentado en el banco de un parque, dando de comer a las palomas, y les daba caviar. Meticulosamente acercaba una cuchara a la bandada y, unas más tímidas otras más enérgicas, todas iban a picotear las huevas. Me senté al lado, con el leve apercibimiento de que había algo de arte en todo aquello.
Le dije:
— ¿Por qué das caviar a las palomas?
El hombre no habló en algún tiempo, y cuando lo hizo, me miró a los zapatos de forma que parecía que les hablaba a ellos:
— Gente que les de pan ya hay mucha.
Y luego me sonrió, bueno, no a mí, a mis zapatos, de una forma un tanto pícara, pero sin maldad. Más allá de su enfermedad, y esto solo lo sospecho, sentía un cierto regocijo al dejar perplejos a los que eran testigos de sus acciones.
Emilio murió como muere todo el mundo, eso no pudo evitarlo. En cambio si dejó escrito que alguien, quien fuera, mezclase sus cenizas con pintura y dibujase un cuadro. Resultó un cuadro famosísimo, y hay quienes le pusieron cifras altísimas para un cuadro así, pero era enigmáticamente bello, decían. En él aparecía un hombre sentado en un banco de un parque que daba caviar a las palomas. Yo lo pinté.
Fue conocido en su instituto mayormente por su afición a leerse los libros al revés y por escribir con las dos manos de forma alterna, un párrafo con cada una; así no pertenecía al grupo de los zurdos ni de los diestros.
Más tarde, a medida que fue creciendo, lo hicieron también sus manías; son muy conocidas en su vecindario las rarezas que representaba muy a menudo: le habían visto batir huevos en la parada del autobús, pasear un centollo, lavarse los dientes en una cabina telefónica, y tocar una guitarra sin cuerdas con un letrero que decía «la música se lleva por dentro». Y luego estaba su apariencia. Ya llevaba pajarita con chándal, o combinaba colores imposibles, o usaba zapatos de distinto juego, o llevaba media cara con barba y la otra media afeitada. Era un hombre con insaciable curiosidad, y en todos sus quehaceres buscaba siempre la oportunidad para crear algo nuevo.
Nunca aprendió a conducir, ni cogía el transporte público. Cuando se disponía a salir a la calle, lo hacía siempre a horas poco comunes y por calles poco concurridas.
Había despertado en sus vecinos una curiosidad morbosa, y a cada vez que salía de casa las mirillas se copaban con ojos ávidos de cualquier cosa estrafalaria. Y siempre las había. Unas veces Emilio, que vivía en un quinto, subía los escalones de espaldas, otras, utilizaba de forma alterna el ascensor y la escalera, así pues, subía un piso andando y el otro en ascensor. Otras veces se santiguaba en cada rellano, o recitaba poesía, correspondiendo a verso por escalón. De todas formas no le gustaba tampoco repetir sus propias excentricidades.
No conocí a nadie igual, tan en constante huída de las costumbres y de la práctica común, tan distante del comedimiento y de las normas. Emilio era así, pero no lo empujaba a ello un afán de destacar, ni siquiera se trataba de una protesta contra el sistema. Simplemente adolecía de una enfermedad aún no catalogada, que le obligaba a romper en todo momento con los condicionamientos sociales. Esto era cierto hasta tal punto que si, por ejemplo, en el supermercado se sentía actuar igual que los demás por llevar carro, le invadía una náusea, y entonces se deshacía del carro al instante y cargaba los productos, que se yo, metidos en calcetines. El problema que Emilio tenía era este, que por su condición de trasgresor exacerbado, sufría una desazón cuando en ocasiones no tenía más remedio que actuar según la mayoría.
La primera vez que lo vi estaba sentado en el banco de un parque, dando de comer a las palomas, y les daba caviar. Meticulosamente acercaba una cuchara a la bandada y, unas más tímidas otras más enérgicas, todas iban a picotear las huevas. Me senté al lado, con el leve apercibimiento de que había algo de arte en todo aquello.
Le dije:
— ¿Por qué das caviar a las palomas?
El hombre no habló en algún tiempo, y cuando lo hizo, me miró a los zapatos de forma que parecía que les hablaba a ellos:
— Gente que les de pan ya hay mucha.
Y luego me sonrió, bueno, no a mí, a mis zapatos, de una forma un tanto pícara, pero sin maldad. Más allá de su enfermedad, y esto solo lo sospecho, sentía un cierto regocijo al dejar perplejos a los que eran testigos de sus acciones.
Emilio murió como muere todo el mundo, eso no pudo evitarlo. En cambio si dejó escrito que alguien, quien fuera, mezclase sus cenizas con pintura y dibujase un cuadro. Resultó un cuadro famosísimo, y hay quienes le pusieron cifras altísimas para un cuadro así, pero era enigmáticamente bello, decían. En él aparecía un hombre sentado en un banco de un parque que daba caviar a las palomas. Yo lo pinté.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Hojas de otoño
La vieja gitana vaticinó, sin decírselo:
— Morirá cuando beba agua mientras suene Hojas de otoño dentro de un coche.
En sus horas de conducción, durante los setenta y siete años de vida que tenía, había bebido ciento siete veces, y escuchó aquella canción unas treinta y cinco, pero que se diera el caso de que coincidieran ambas, y dentro de un coche, solo ocurrió una. Aquel día, un vehículo, sin conocer nadie las circunstancias, se metía en dirección contraria.
— Morirá cuando beba agua mientras suene Hojas de otoño dentro de un coche.
En sus horas de conducción, durante los setenta y siete años de vida que tenía, había bebido ciento siete veces, y escuchó aquella canción unas treinta y cinco, pero que se diera el caso de que coincidieran ambas, y dentro de un coche, solo ocurrió una. Aquel día, un vehículo, sin conocer nadie las circunstancias, se metía en dirección contraria.
miércoles, 28 de julio de 2010
Un día en ABCD
Amanece, bostezo y chirria el despertador, agarro la bata y camino a la ducha. Me afeito y bebo café para desperezarme. En el armario busco una corbata decente y mi atuendo. Bajo a la cocina aun dormido, me arreglo un bol de cereales y desayuno.
Afuera, mi bólido; un coche en desuso, con abolladuras y bastante cascado. Dentro, me abrocho la banda del cinturón y después arranco. Bordeo la carretera que se desvía a la autopista y bajo a la ciudad.
Después de aparcar, ya en el banco, camino directo al ascensor, busco al capataz y me dice que analice los balances. Cierro mi despacho y aguardo al bocadillo de chorizo del descanso, algo buenísimo. Cuando me dispongo a acabar los balances, me comunican el despido. Aguanto el berrinche que el capataz me dedica, me atuso la barba y creo decir o apenas balbucear un “cállate”. Me deshago de algunos bártulos, y en una caja deposito unos archivos, bolígrafos, el celo y los dibujos de mi ahijada.
Bajo al coche y me dirijo abatido al bar más cercano. Después de acercarme a la barra, el camarero me dispensa alcohol y bebo. Unas cervezas después, y algo beodo, conduzco en dirección al apartamento. Los botes de la carretera me deprimen más, y acelero bruscamente. Curva a la derecha, adelanto a una bici, continúo dándole al acelerador, un bache, curva, más deprisa, y me abalanzo a un barranco.
Cuando despierto, amanece. Hay bacalao para comer, dice Ana. Basta su contacto para darme ánimo, me besa en la cabeza y me da agua. Bebo con cuidado y despacio. El accidente…barranco… me caí, le digo. Acabaste bien, contesta, descansa.
Ahora bendeciré cada día.
Afuera, mi bólido; un coche en desuso, con abolladuras y bastante cascado. Dentro, me abrocho la banda del cinturón y después arranco. Bordeo la carretera que se desvía a la autopista y bajo a la ciudad.
Después de aparcar, ya en el banco, camino directo al ascensor, busco al capataz y me dice que analice los balances. Cierro mi despacho y aguardo al bocadillo de chorizo del descanso, algo buenísimo. Cuando me dispongo a acabar los balances, me comunican el despido. Aguanto el berrinche que el capataz me dedica, me atuso la barba y creo decir o apenas balbucear un “cállate”. Me deshago de algunos bártulos, y en una caja deposito unos archivos, bolígrafos, el celo y los dibujos de mi ahijada.
Bajo al coche y me dirijo abatido al bar más cercano. Después de acercarme a la barra, el camarero me dispensa alcohol y bebo. Unas cervezas después, y algo beodo, conduzco en dirección al apartamento. Los botes de la carretera me deprimen más, y acelero bruscamente. Curva a la derecha, adelanto a una bici, continúo dándole al acelerador, un bache, curva, más deprisa, y me abalanzo a un barranco.
Cuando despierto, amanece. Hay bacalao para comer, dice Ana. Basta su contacto para darme ánimo, me besa en la cabeza y me da agua. Bebo con cuidado y despacio. El accidente…barranco… me caí, le digo. Acabaste bien, contesta, descansa.
Ahora bendeciré cada día.
miércoles, 21 de julio de 2010
Al lloro de los descreídos
El Señor expira, muerto por hermosas manos
Celestes brazos retuercen su garganta dura
Criaturas aladas, ángeles matadores
Y se pierde en el cielo la buenaventura.
Son los hijos de la fe perdida, que ahora mudan
Son los huérfanos de Dios que a medrar empiezan
Son los querubines parricidas que despiertan
Y que ahora se burlan de los hombres cuando rezan.
Se disponen ellos a despoblar las alturas
Hatillo al hombro y con las alas desplumadas
Van a caer a la tierra, nacidos de nuevo
Con manos desnudas y creencias olvidadas.
Y deambulan por las calles sin ningún cobijo
Perdidos desertores, dejando atrás un hogar
El óbito divino les llega, alicaídos,
Cuanto de fe hubo en ellos, ya no la habrá más.
Arcángel que te emborrachas en los bulevares
Bebes, y bebes para borrar la vieja gloria
Con las canciones muertas de tristes exiliados
Ahora sufre el cuerpo, ahora sufre la memoria.
Cuando ya pasan los días desde que te fueras
Y percibes del alma los primeros barridos
Sientes caer, a tu carne, una nube de plomo
Y a ahogarte vas al lloro de los descreídos.
Celestes brazos retuercen su garganta dura
Criaturas aladas, ángeles matadores
Y se pierde en el cielo la buenaventura.
Son los hijos de la fe perdida, que ahora mudan
Son los huérfanos de Dios que a medrar empiezan
Son los querubines parricidas que despiertan
Y que ahora se burlan de los hombres cuando rezan.
Se disponen ellos a despoblar las alturas
Hatillo al hombro y con las alas desplumadas
Van a caer a la tierra, nacidos de nuevo
Con manos desnudas y creencias olvidadas.
Y deambulan por las calles sin ningún cobijo
Perdidos desertores, dejando atrás un hogar
El óbito divino les llega, alicaídos,
Cuanto de fe hubo en ellos, ya no la habrá más.
Arcángel que te emborrachas en los bulevares
Bebes, y bebes para borrar la vieja gloria
Con las canciones muertas de tristes exiliados
Ahora sufre el cuerpo, ahora sufre la memoria.
Cuando ya pasan los días desde que te fueras
Y percibes del alma los primeros barridos
Sientes caer, a tu carne, una nube de plomo
Y a ahogarte vas al lloro de los descreídos.
miércoles, 14 de julio de 2010
Baños de humo y Jazz
Cuatro paredes, un techo, un suelo, y nada más.
Aún así, de este habitáculo, que cualquiera podría juzgar de insignificante, puede aflorar la vivencia de millones de atardeceres, de miles de olas de mar, de cientos de montañas. Una hora, música de jazz de una cinta antigua, una vela, un puro, vino, mi hermano en la bañera pueden superar estos segundos a montones de años de existencia humana. No es que se de la genialidad, solo que tan caprichosa es la numinosa voluntad del arte y de lo bello, que bien pudiera darse aquí, tanto como en el despacho de una gran eminencia, o en la acera de enfrente, o en varios sitios a la vez.
La vieja cadena de música escupe ondas, que son música, que rebotan de las paredes a nosotros. Nunca será igual la música, ésta que ahora se agolpa a nuestro alrededor, muere en el preciso momento en el que la escuchamos; nosotros, al escucharla también lo hacemos, morir. ¿Por qué temer la muerte entonces si es lo único que nos inclina a la vida?
Así, como no pueden despertar los que no duermen, la muerte nos hace entrega de la exquisitez del instante, de la culminación del momento único; los segundos lánguidos, minutos perecederos horas moribundas, días que se extinguen y vidas que tiemblan y se apagan con la idéntica celeridad de una vela. Nuestros ecos se reducen a sombras chinescas en la pared, entonces la muerte es nuestra mejor aliada. A nada debemos de temer más que a la inmortalidad, tonto de Aquiles que reniega de Tánatos y sus encantos; pero ella es benévola con todos y hasta él fue conocedor de sus favores divinos.
Muera el hombre y su vida habrá sido engendro de la virtud de existir, quede con vida y se habrá creado el lastre de sus propios actos, terminando arrastrado de las repetidas existencias, e inmune al apoteósico final, del cual se quedará sin tomar parte. Al tenerlo todo, no tendrá nada.
Y la genialidad se dará siempre allí donde haya un momento que se extinga; con un hermano, con vino, un puro, una vela, una cinta antigua de jazz, un suelo, un techo, cuatro paredes.
Aún así, de este habitáculo, que cualquiera podría juzgar de insignificante, puede aflorar la vivencia de millones de atardeceres, de miles de olas de mar, de cientos de montañas. Una hora, música de jazz de una cinta antigua, una vela, un puro, vino, mi hermano en la bañera pueden superar estos segundos a montones de años de existencia humana. No es que se de la genialidad, solo que tan caprichosa es la numinosa voluntad del arte y de lo bello, que bien pudiera darse aquí, tanto como en el despacho de una gran eminencia, o en la acera de enfrente, o en varios sitios a la vez.
La vieja cadena de música escupe ondas, que son música, que rebotan de las paredes a nosotros. Nunca será igual la música, ésta que ahora se agolpa a nuestro alrededor, muere en el preciso momento en el que la escuchamos; nosotros, al escucharla también lo hacemos, morir. ¿Por qué temer la muerte entonces si es lo único que nos inclina a la vida?
Así, como no pueden despertar los que no duermen, la muerte nos hace entrega de la exquisitez del instante, de la culminación del momento único; los segundos lánguidos, minutos perecederos horas moribundas, días que se extinguen y vidas que tiemblan y se apagan con la idéntica celeridad de una vela. Nuestros ecos se reducen a sombras chinescas en la pared, entonces la muerte es nuestra mejor aliada. A nada debemos de temer más que a la inmortalidad, tonto de Aquiles que reniega de Tánatos y sus encantos; pero ella es benévola con todos y hasta él fue conocedor de sus favores divinos.
Muera el hombre y su vida habrá sido engendro de la virtud de existir, quede con vida y se habrá creado el lastre de sus propios actos, terminando arrastrado de las repetidas existencias, e inmune al apoteósico final, del cual se quedará sin tomar parte. Al tenerlo todo, no tendrá nada.
Y la genialidad se dará siempre allí donde haya un momento que se extinga; con un hermano, con vino, un puro, una vela, una cinta antigua de jazz, un suelo, un techo, cuatro paredes.
miércoles, 7 de julio de 2010
Oda a una ventana
Tú, mujer de madera, de hierro, o simple hueco en el muro, que recoges en tus dimensiones lo luminoso y lo triste, lo oscuro y lo frío, o lo pálido de un horizonte. Es algo simbólico que tú existas, abres al hombre a sí mismo. A ti te hablo, agujero, y a los muchos otros que como tú han de cumplir esto mismo: ventanas de todas las partes del mundo, de una infinidad de formas y estaturas, aquellas de pisos bajos o las de los altos edificios, esféricas, altas, estrechas, contiguas unas a otras o fronterizas, de alféizares desemejantes, con vistas a un árbol, o a una calle estrecha.
Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también un hálito de vida; cuando de entre su inerte cristalera se cuelan, surcando la entraña, una brisa agradable o quizá unas gotas de agua.
Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también una muchacha que se maquilla la cara; es curioso como al solaz de la jornada el rostro se le adorna por momentos, o una mujer coqueta; tan rápido se viste y desviste de los cielos distintos como se engalana con los danzarines toldos de otras casas, o el agitarse de unos árboles o un pasar de palomas.
Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también pintura en movimiento; como una lienzo que todo lo reproduce, y en cuyos trazos se dibuja un paisaje infinito, de la misma forma que un fotograma es inacabable o una mirada incompleta.
A ti te hablo, que eres nacida de un surco entre paredes, tú, hija de mil cuadros, mujer presumida con pelo de cortina, ventana de noche o de día, que ya eres lumbrera de madrugada o portillo nocturno, a donde van a maullar los gatos. Ya acunes en tu fondo un campo tranquilo o agites en tu fuero una ciudad bulliciosa, a ti te escribo escaparate de vida, ventana de todas las horas, y que a través tuyo he visto crecer el mundo.
Como quiera que sea tu nombre, ventanuco, tragaluz, claraboya, mirador, me imagino cuanta gente estará ahora mismo asomada. Si alguna vez quiero sentirme libre, solo tengo que mirar una ventana.
Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también un hálito de vida; cuando de entre su inerte cristalera se cuelan, surcando la entraña, una brisa agradable o quizá unas gotas de agua.
Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también una muchacha que se maquilla la cara; es curioso como al solaz de la jornada el rostro se le adorna por momentos, o una mujer coqueta; tan rápido se viste y desviste de los cielos distintos como se engalana con los danzarines toldos de otras casas, o el agitarse de unos árboles o un pasar de palomas.
Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también pintura en movimiento; como una lienzo que todo lo reproduce, y en cuyos trazos se dibuja un paisaje infinito, de la misma forma que un fotograma es inacabable o una mirada incompleta.
A ti te hablo, que eres nacida de un surco entre paredes, tú, hija de mil cuadros, mujer presumida con pelo de cortina, ventana de noche o de día, que ya eres lumbrera de madrugada o portillo nocturno, a donde van a maullar los gatos. Ya acunes en tu fondo un campo tranquilo o agites en tu fuero una ciudad bulliciosa, a ti te escribo escaparate de vida, ventana de todas las horas, y que a través tuyo he visto crecer el mundo.
Como quiera que sea tu nombre, ventanuco, tragaluz, claraboya, mirador, me imagino cuanta gente estará ahora mismo asomada. Si alguna vez quiero sentirme libre, solo tengo que mirar una ventana.
miércoles, 30 de junio de 2010
Cuando hierve la tinta
Un pensamiento, de espíritu inquieto, caracolea vertiginoso por entre las redes mentales de uno. Lo hace desde el subconsciente y de un modo tal que arrastra consigo otros pensamientos afines hasta que tiene lugar un golpe repentino de algo que tarda en apreciarse, un coletazo de inventiva, y entonces sucede que se incuba una idea.
Es el mal del escritor.
Puede sufrirlo a cualquiera que sea la hora, en el más insospechado de los lugares; venirle los padecimientos una tarde en el cine, o en el desayuno de la mañana, e incluso cuando está dormido. Es en ese momento en que se siente bullir despabilado un brote de ingenio, como si algo corrosivo surcase los entresijos del cerebro; cuando se nota pugnar las palabras por salir al exterior es que tienen que ser escritas. Y te muerden si no lo haces.
Se sufre el ataque de una insistente corriente de asociaciones, las expresiones se agolpan a punto de estallar en la boca, y un punzante bolígrafo se adhiere raudo a la mano. Las piernas, autómatas, se orientan al escritorio, la silla se agarra el cuerpo, los brazos se predisponen, la vista se lanza al folio en blanco. Imposible conciliar el sueño, todo lo demás está fuera de lugar. La ilusión lo absorbe a uno y la idea deja de ser suya, ahora es él el que pertenece a la idea.
En breve, y de forma acuciante, se advierte el deslizarse de letras caprichosas, trazos agresivos que roen el papel hasta deslustrar lo blanco y convertirlo en un sinnúmero de rayas de tinta. La mano agitada anotará frases que ni siquiera se habían pensado y palabras que ni se recordaban aprendidas. Y unas pulsiones desconocedoras harán mella en lo oculto de cada uno, todo mientras dure el delirio. Amigo, entonces se estará rasgando el Velo de Maya, porque no escribe uno, sino el otro.
Cuando tiene lugar el fin del sortilegio uno se despierta como de una borrachera. Siente jaqueca, le duele el cuerpo, le cuesta reincorporarse al mundo de lo físico, y descubre ante sus ojos una pila de hojas manchadas.
Es el mal del escritor.
Puede sufrirlo a cualquiera que sea la hora, en el más insospechado de los lugares; venirle los padecimientos una tarde en el cine, o en el desayuno de la mañana, e incluso cuando está dormido. Es en ese momento en que se siente bullir despabilado un brote de ingenio, como si algo corrosivo surcase los entresijos del cerebro; cuando se nota pugnar las palabras por salir al exterior es que tienen que ser escritas. Y te muerden si no lo haces.
Se sufre el ataque de una insistente corriente de asociaciones, las expresiones se agolpan a punto de estallar en la boca, y un punzante bolígrafo se adhiere raudo a la mano. Las piernas, autómatas, se orientan al escritorio, la silla se agarra el cuerpo, los brazos se predisponen, la vista se lanza al folio en blanco. Imposible conciliar el sueño, todo lo demás está fuera de lugar. La ilusión lo absorbe a uno y la idea deja de ser suya, ahora es él el que pertenece a la idea.
En breve, y de forma acuciante, se advierte el deslizarse de letras caprichosas, trazos agresivos que roen el papel hasta deslustrar lo blanco y convertirlo en un sinnúmero de rayas de tinta. La mano agitada anotará frases que ni siquiera se habían pensado y palabras que ni se recordaban aprendidas. Y unas pulsiones desconocedoras harán mella en lo oculto de cada uno, todo mientras dure el delirio. Amigo, entonces se estará rasgando el Velo de Maya, porque no escribe uno, sino el otro.
Cuando tiene lugar el fin del sortilegio uno se despierta como de una borrachera. Siente jaqueca, le duele el cuerpo, le cuesta reincorporarse al mundo de lo físico, y descubre ante sus ojos una pila de hojas manchadas.
miércoles, 23 de junio de 2010
Todos los hombres con bigote
Desde el sueño más profundo, mi cuerpo entumecido se despertó. Ni siquiera supe cuanto había dormido. Dejé poco a poco que mis brazos y piernas revivieran, un hormigueo me delató que estaban volviendo de mi lado, del lado de la consciencia. Mi mente, en cambio, parecía resistirse al estímulo, como si un influjo le animase al adormecimiento.
Atravesé las estancias de mi casa hasta la cocina, quise preparar café pero no pudo encontrarlo. Abrí la nevera y comprobé confuso que unas latas que nunca había visto ocupaban todas las bandejas; parecían de bebida, cogí una y la probé, no sabía a nada. Aún adormilado eché un vistazo al salón y lo encontré raro. Sospeché entonces que no era yo que estaba aturdido, algo había de extraño en lo que me rodeaba. Como si alguna cosa no encajase. Todo estaba en su sitio, sin embargo… Entonces me senté en el sofá y encendí el televisor.
La primera imagen era la de una mujer, atractiva; vestía de un rojo pálido, tenía el pelo negro y lo llevaba recogido por una coleta, los labios los tenía pintados del mismo rojo del vestido y sus ojos eran marrones. Hablaba del tiempo. Cambié de canal, la misma mujer aparecía ahora anunciando un coche, un deportivo blanco. Llevaba el mismo vestido y tenía el pelo igual de recogido, como si no hubiese pasado un minuto entra una grabación y otra. Cambié otra vez de canal, volví a cambiar, y así muchas veces. En todos, uno tras otro, sin excepción, aparecía la misma mujer como duplicada por las ondas televisivas, siempre estaba ella.
Sin ni siquiera apagar el aparato me incorporé del sofá y me dirigí a donde unos cuadros de la pared me llamaron la atención. Tenían algo de familiar, pero a su vez, también los encontré desconocidos. Me sorprendió que uno de ellos fuera de aquella misma mujer, la de la televisión. El otro, aún más desconcertante, se trataba del retrato de un hombre de rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Tenía el pelo corto, castaño, llevaba traje negro y corbata gris, y lucía un arreglado bigote. Un buen rato pasé mirando aquel rostro hasta que una voz, venida de algún rincón de la casa, me sacó de la abstracción, una voz de mujer.
—¿Por qué has encendido mis canales? —se escuchó.
Fui instintivamente a dónde la televisión, y allí me la encontré, a ella, siempre a esa misma mujer, pero esta vez en persona, en mi propia casa. Volvió su rostro hacia mí, esperando una respuesta mía que no llegó. Solamente me limité a mirarla con tanta fijeza como me era posible, como si esperase a que en cualquier momento se desvaneciera. Pero no lo hizo. Después de unos segundos de silencio ella cogió el mando y apagó el televisor.
—Sabes de sobra que tu mando es el azul —dijo.
Luego se dio la vuelta, y se internó en alguna de las habitaciones de la casa. ¿Qué estaba ocurriendo?, pensé. Todo aquello se ofrecía ante mí con una atmósfera ambigua. En parte reconocía mi casa, reconocía los muebles y creía reconocerla a ella, pero solo en parte. También parecía ser todo nuevo y desconocido, ajeno a mí, e irreconocible en tanto que a ratos me parecía estar en alguna otra casa. Algo aturdido me senté de nuevo en el sofá. Vi que sobre la mesa había un mando azul, y le di al botón de encender. Casi parecía la misma programación, los decorados, la música, las palabras, solo que en lugar de la mujer aparecía el hombre del cuadro, justo igual en apariencia. Como había sucedido con la mujer, él también ocupaba todas las sintonías, hablando de política o deportes o dando clases de gimnasia. Eso si, siempre de traje.
No puede ser, me dije a mí mismo, algo enfurecido. Entonces levantándome de golpe, me apresuré a salir de la casa, hacia las escaleras. Mientras bajaba, ni sabía cuantos pisos tendría que bajar, me preguntaba si lo que sucedía no podía ser un mal sueño, y en realidad estaba aún en la cama durmiendo. Pero en el fondo sabía que no.
Salí a la calle, a una avenida ancha, y tuve que andar unos metros hasta que quise darme cuenta de lo que ocurría. Todo era lo mismo.
A izquierda y derecha, todo el paisaje parecía ser una clonación de sí mismo. Las mujeres que transitaban eran todas esa mujer, y con los hombres pasaba igual.
También los edificios, de idéntico color y proporciones, y los coches, el mismo deportivo blanco del anuncio. Asimismo los balcones, los establecimientos, farolas, fuentes, adoquines, iguales hasta el último detalle. Caminé despacio y mirándolo todo, escrutando cada porción de imagen por si aparecía algo desigual, ansioso por encontrar a una mujer de azul, un hombre sin corbata, o un coche verde. Pero nada, centenares de siluetas copiadas unas de otras seguían su paso, inalterados; las mujeres de rojo, y todos los hombres con bigote.
Después de mucho caminar me detuve ante uno de los escaparates y me quedé atónito. Desde el reflejo sobre el cristal me llegó mi propia imagen, la misma de todas, aquella del cuadro y de la televisión, aquella que se contaba por millares en las calles; un rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Un hombre de pelo corto y castaño, de traje negro y corbata gris, y con un arreglado bigote. No supe entonces si pensar que toda la demás gente se había vuelto como yo, o yo me había vuelto como ellos.
Atravesé las estancias de mi casa hasta la cocina, quise preparar café pero no pudo encontrarlo. Abrí la nevera y comprobé confuso que unas latas que nunca había visto ocupaban todas las bandejas; parecían de bebida, cogí una y la probé, no sabía a nada. Aún adormilado eché un vistazo al salón y lo encontré raro. Sospeché entonces que no era yo que estaba aturdido, algo había de extraño en lo que me rodeaba. Como si alguna cosa no encajase. Todo estaba en su sitio, sin embargo… Entonces me senté en el sofá y encendí el televisor.
La primera imagen era la de una mujer, atractiva; vestía de un rojo pálido, tenía el pelo negro y lo llevaba recogido por una coleta, los labios los tenía pintados del mismo rojo del vestido y sus ojos eran marrones. Hablaba del tiempo. Cambié de canal, la misma mujer aparecía ahora anunciando un coche, un deportivo blanco. Llevaba el mismo vestido y tenía el pelo igual de recogido, como si no hubiese pasado un minuto entra una grabación y otra. Cambié otra vez de canal, volví a cambiar, y así muchas veces. En todos, uno tras otro, sin excepción, aparecía la misma mujer como duplicada por las ondas televisivas, siempre estaba ella.
Sin ni siquiera apagar el aparato me incorporé del sofá y me dirigí a donde unos cuadros de la pared me llamaron la atención. Tenían algo de familiar, pero a su vez, también los encontré desconocidos. Me sorprendió que uno de ellos fuera de aquella misma mujer, la de la televisión. El otro, aún más desconcertante, se trataba del retrato de un hombre de rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Tenía el pelo corto, castaño, llevaba traje negro y corbata gris, y lucía un arreglado bigote. Un buen rato pasé mirando aquel rostro hasta que una voz, venida de algún rincón de la casa, me sacó de la abstracción, una voz de mujer.
—¿Por qué has encendido mis canales? —se escuchó.
Fui instintivamente a dónde la televisión, y allí me la encontré, a ella, siempre a esa misma mujer, pero esta vez en persona, en mi propia casa. Volvió su rostro hacia mí, esperando una respuesta mía que no llegó. Solamente me limité a mirarla con tanta fijeza como me era posible, como si esperase a que en cualquier momento se desvaneciera. Pero no lo hizo. Después de unos segundos de silencio ella cogió el mando y apagó el televisor.
—Sabes de sobra que tu mando es el azul —dijo.
Luego se dio la vuelta, y se internó en alguna de las habitaciones de la casa. ¿Qué estaba ocurriendo?, pensé. Todo aquello se ofrecía ante mí con una atmósfera ambigua. En parte reconocía mi casa, reconocía los muebles y creía reconocerla a ella, pero solo en parte. También parecía ser todo nuevo y desconocido, ajeno a mí, e irreconocible en tanto que a ratos me parecía estar en alguna otra casa. Algo aturdido me senté de nuevo en el sofá. Vi que sobre la mesa había un mando azul, y le di al botón de encender. Casi parecía la misma programación, los decorados, la música, las palabras, solo que en lugar de la mujer aparecía el hombre del cuadro, justo igual en apariencia. Como había sucedido con la mujer, él también ocupaba todas las sintonías, hablando de política o deportes o dando clases de gimnasia. Eso si, siempre de traje.
No puede ser, me dije a mí mismo, algo enfurecido. Entonces levantándome de golpe, me apresuré a salir de la casa, hacia las escaleras. Mientras bajaba, ni sabía cuantos pisos tendría que bajar, me preguntaba si lo que sucedía no podía ser un mal sueño, y en realidad estaba aún en la cama durmiendo. Pero en el fondo sabía que no.
Salí a la calle, a una avenida ancha, y tuve que andar unos metros hasta que quise darme cuenta de lo que ocurría. Todo era lo mismo.
A izquierda y derecha, todo el paisaje parecía ser una clonación de sí mismo. Las mujeres que transitaban eran todas esa mujer, y con los hombres pasaba igual.
También los edificios, de idéntico color y proporciones, y los coches, el mismo deportivo blanco del anuncio. Asimismo los balcones, los establecimientos, farolas, fuentes, adoquines, iguales hasta el último detalle. Caminé despacio y mirándolo todo, escrutando cada porción de imagen por si aparecía algo desigual, ansioso por encontrar a una mujer de azul, un hombre sin corbata, o un coche verde. Pero nada, centenares de siluetas copiadas unas de otras seguían su paso, inalterados; las mujeres de rojo, y todos los hombres con bigote.
Después de mucho caminar me detuve ante uno de los escaparates y me quedé atónito. Desde el reflejo sobre el cristal me llegó mi propia imagen, la misma de todas, aquella del cuadro y de la televisión, aquella que se contaba por millares en las calles; un rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Un hombre de pelo corto y castaño, de traje negro y corbata gris, y con un arreglado bigote. No supe entonces si pensar que toda la demás gente se había vuelto como yo, o yo me había vuelto como ellos.
miércoles, 16 de junio de 2010
Diccionario patético
Hoy, unas idioteces.
Rastsafari: Recorrido por la estepa africana exclusivo para gente con rastas.
Calentines: Calcetines que calientan.
Ciclopedia: Enciclopedia para gigantes de un solo ojo.
Surfnormal: Alguien idiota que practica surf.
Astrohúngaro: Sol de Hungría.
Caravana: Rostro que no dice nada.
Cableado: Chino con enfado.
¡Ay, mi arma!: Expresión que utiliza un soldado andaluz para dirigirse a su rifle.
Table Dance: Lugar donde las mesas bailan.
Agua-cero: Cuando no llueve nada, sequía total.
Extintor: Alguien que en otro tiempo vendía tinta.
Enchufa: Corriente de alimentación que sirve para hacer horchata.
Pordioseros: Gente desprovista de erotismo, de ahí la súplica a los dioses “¡Por Dios, Eros!”
Manifiesta: Ocasión de celebración y jolgorio para las manos.
Menoscabar: Ahondar en la tierra en menor grado.
Fraudulento: Estafa que tarda mucho en ejecutarse.
Shiva: Diosa del impuesto sobre el valor añadido.
Rastsafari: Recorrido por la estepa africana exclusivo para gente con rastas.
Calentines: Calcetines que calientan.
Ciclopedia: Enciclopedia para gigantes de un solo ojo.
Surfnormal: Alguien idiota que practica surf.
Astrohúngaro: Sol de Hungría.
Caravana: Rostro que no dice nada.
Cableado: Chino con enfado.
¡Ay, mi arma!: Expresión que utiliza un soldado andaluz para dirigirse a su rifle.
Table Dance: Lugar donde las mesas bailan.
Agua-cero: Cuando no llueve nada, sequía total.
Extintor: Alguien que en otro tiempo vendía tinta.
Enchufa: Corriente de alimentación que sirve para hacer horchata.
Pordioseros: Gente desprovista de erotismo, de ahí la súplica a los dioses “¡Por Dios, Eros!”
Manifiesta: Ocasión de celebración y jolgorio para las manos.
Menoscabar: Ahondar en la tierra en menor grado.
Fraudulento: Estafa que tarda mucho en ejecutarse.
Shiva: Diosa del impuesto sobre el valor añadido.
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