martes, 27 de octubre de 2009

El iluminado

De súbito toda existencia se detiene. Cesa el ritmo, acalla el movimiento y enmudece el universo. Una hoja a medio camino entre su rama y el suelo, y el fulgor de las estrellas abandona sus trémulos.
Y es en ese instante, en ese segundo infinito, en el que hasta el aire deja de fluir en el momento en el que se desprende de mi aliento. Es, pues, cuando lo alcanzo; yo, de tantos otros muchos que lo buscaban. Veo, no, siento la buenaventura cuando la luz se apodera de mí, me traspasa y me tienta. Mi mente recuerda en movimientos espasmódicos; personas, paisajes, animales, sonrisas, llantos, abrazos, e incluso me veo a mí mismo, a mi yo-cansado, a mi yo-pletórico, a mi yo-deslustrado y a mi yo-esplendoroso. Todas estas visiones me rocían su gracia y, al final, como una certeza enceguecedora que me golpea desde arriba, una eyaculación mística de la que bebo hasta saciarme. Una inmensa calidez me imbuye y se que ya no soy un hombre.
La hoja cae, el movimiento incide de nuevo sobre todas las cosas. Lo inane se torna majestuoso, lo tosco adquiere finura y mis manos pueden abarcar el mundo. Ahora soy un iluminado.

martes, 20 de octubre de 2009

Mi mundo

Mueve, metamorfosea, muta. Mi mundo muestra minutos malos, momentos mejores…

Mares murmuran meneando milenarios, montando marejadas, meciendo marineros. Magnas montañas, majestuosas miradoras, muestran montículos mellizos. Manantiales manan milagrosos, miríadas meteóricas motean mantos morenos. Madrugadores mininos maúllan música, mientras merodean mansos. Mirlos momentáneos maniobran modulando matinales melodías. Manadas mamíferas moran masticando mies, mugiendo, mostrando manchas. Miríficas madreselvas medicinales maduran, marañas, matorrales, múltiples matojos modelan montes. Mozart monta músicas magistrales mientras Moliere manuscribe manteniendo musas, Marcel Marceau mimo magnífico, Miguel Ángel moldeando Moisés, Mendelsohn marca marchas maritales, Mahatma musita mantras místicos.

Mas…

Metrópolis multiplicadas, mundo masificado, maniatadas multitudes. Mediocres mentiras; mueren muchedumbres mientras mandatarios manejan millones mirando malabares monetarios. Misas matinales mascullan monsergas mientras monseñores mercadean, morando mansiones marmóreas. Mediocres matones maltratan mujeres marcándolas moratones. Ministros movilizan milicias, magnates mundiales maquinan misiles, masacrando miles; mártires muertos, macabros matadores. Máquinas mortíferas, monstruos metálicos machacan muchachos manifestantes mientras marchan, memorias marchitas. Modas multinacionales manipulan mentes míseras. Manos mostrando martillos, manidas metralletas manifiestan matanzas, molidas murallas. Mauthausen mortifica, Mengele momifica maldades mutando menores, Mussolini manda morteros mutilar masas mestizas.

Moraleja: Mantente moral, marcha madurando, muere merecedor.

martes, 13 de octubre de 2009

Las doce

El bramido de un suizo se alzó en pleno villorrio, espantando las aves cercanas. Gritó varias veces más, seguidas y tenaces, y nadie se conmovió lo más mínimo. Horas más tarde sucedía lo mismo en una casita de estampa victoriana en Londres; un sobresalto en el silencio, súbito y alarmante, una figura alta se desechó en ruidos que se repetían y los gatos de la casa entornaron sus orejas en manifestación de sorpresa, y tampoco nadie hizo nada. Sucedió que la misma circunstancia sobrevino en una favela, al este de Río de Janeiro; de uno que, sin haber escuchado al suizo ni al inglés, emitió un sonido de semejantes características. Y se volvió a dar la misma circunstancia; la gente, antes tales recalcitrantes alaridos, presentaba un indiferencia ignota, algunos incluso miraban de soslayo, pero en verdad que ninguno de ellos le dio una mayor importancia. Esto mismo, este incidente que, a la sazón, siempre era de carácter nocturno, se produjo asimismo y de forma consecutiva, en Sant Lake City, y más tarde en Tijuana, en Brunei, Jakarta, Calcuta, Volgogrado, Ankara, y así, después de un tiempo, volvió a sucederle al suizo; justo en ese momento en que las dos agujas se acoplan y los resortes y goznes de sus tripas saltan. Las doce de la noche había dado la vuelta al mundo.

martes, 6 de octubre de 2009

El último árbol

Cuando y de qué forma escarbó la tierra para salir a la intemperie no se conoce. “El vetusto de la Tierra” como lo llaman, corona una larga avenida de cemento y plástico en una ciudad que comenzó a hacerse a sí misma cuando él ya se arrugaba. La estampa de su cuerpo contraído y mellado por infinidad de luchas contra viento y agua representa acaso el último vestigio de vegetación, del tiempo en que el hombre, aparte de ser hombre, era muchas otras cosas.

Tiene la piel hecha jirones, aquí y allá presenta grietas de madera como cicatrices de guerra, las ramas se abaten contra el suelo, peladas, a años luz de aquellas que llegaron a cobijar sombras que se han perdido. De cada pedazo del último árbol se adivina el deslizarse de cientos de años. La decadencia imparable. Este coloso anciano puede jactarse de haber encubierto en su seno los devaneos amorosos de algunas de las especies antiguas; ardillas, o lechuzas, colibríes, monos y demás especies extintas hace doce siglos. Ahora ya no parece sostener ni el aire.

Muy a menudo vengo a verlo. Desde el otro lado de la urna de cristal que lo envuelve estudio su forma e intento comprender un organismo tan complejo. Algunas veces me parece que luce una expresión majestuosa, como si tuviera la resolución de perdurar hasta el final de los días, otras veces reparo en algo de entre sus ramajes que me suscita un desánimo, y parece que aquel gigante tiene ansia por desaparecer y volver de nuevo bajo el humus. Hay otras veces en que ni encuentro lo uno ni lo otro. He visto como los turistas le escupían flashes sin ni siquiera mirarlo por fuera del objetivo de sus cámaras, pero yo lo he contemplado hasta que me han escocido los ojos.

He fantaseado con la idea de que sus ramas se mezan en un alarde de satisfacción, e imagino que la lluvia arrecia y el cristal se rompe, y voy a sentarme junto a él que me acoge entre sus hojas como a un retoño, bajo la madera húmeda fluye la savia, y yo, que puedo beberla. Casi siempre soy ese árbol, de mi sangre y sus raíces subyace la misma verdad. Si el último árbol de la Tierra pudiese ver algo, vería recuerdos.

De los otros árboles se sabe que ya no existen y que nadie los echó en falta. También éste lo hará, tarde o temprano.