martes, 29 de diciembre de 2009

Un libro

Y el hombre dijo: hágase la palabra escrita; y la tinta emanó de sus dedos, caudales de signos se vertieron en papiro, y la historia de la humanidad, con sus devaneos, trazó su impronta para las generaciones venideras.

Y he aquí que para regocijo de los que han de conocerlos—y por gracia del tiempo pasado— los goznes invisibles de la creación se agitan, tiemblan, retruecan, se activan, y nacen de entre las pisadas los hacedores de cuentos. De la cópula entre letras habrían de germinar las palabras, y del entendimiento de éstas, unos folios, que a su vez debieran componer tomos, que hallaran lecho en la estantería de algún habitáculo. Éste es nuestro preciado legado; el arte de contar historias, o el arte de escribirlas, o el arte de escucharlas, o el arte de leerlas.

Y, como nacido del más azaroso de los deleites, nos es dada —a nosotros los vivos— la libre elección de una de estas historias, el placer de elegir un libro. Sucede algunas veces, en ocasiones precisas, tener que decantarse por uno entre muchos. Se te presentan a la vista perfiles de toda dimensión y color; contornos de materiales y fabricaciones diversos que se arrellanan pegados el uno al otro cada cual siendo piélago de mensajes que te dirán algo o no te dirán nada. ¿Cómo escoger uno de aquellos pedazos de existencia? No es extraño que uno se sobrecoja.

De entre todos distingues uno, lo tomas, lo abres con tacto. De entre las manchadas páginas se desprende un aliento que te seduce.

Ahora solo te queda leerlo.

martes, 22 de diciembre de 2009

Llorando por todos

Sucedió una vez solamente, y no ha vuelto a repetirse en los años que han devenido desde aquella tarde. Fue un lunes, recuerdo que tenía libre en el trabajo. Cuando hube acabado de comer y después de aburrirme lo suficiente en casa, quise salir a dar una vuelta por las calles, a dejarme absorber por la ociosidad absoluta del que no tiene nada que hacer. Al bajar las escaleras me crucé, a la altura del segundo piso, con una señora que subía. Ella me saludó, y fue por la manera en que lo hizo, que me detuve cuando ella ya no podía verme. Por la sonrisa que afloró de su semblante —me pareció llena de complicidad— tuve la certeza de que me conocía. Aquella sensación me vino por la mímica del saludo, un suave ladeo de cabeza, y por la contorsión tan ensayada y acostumbrada de los labios. Gestos tan automáticos de quien los ha repetido cientos de veces. Es como si me saludase cada día —pensé. Y, sin embargo, yo no recordaba haberla visto nunca.

Fue aquel encuentro, a la vista de los escalones, el primero de los reveses que tantas turbaciones me depararon. El segundo habría de darse en el porche del edificio cuando un niño, pecoso y encorvado, me miró animosamente y me saludó por mi nombre. No pude más que devolverle los buenos días y, más atónito que asustado, le di unos toquecitos en la cabeza. Tampoco le conocía de nada.

Una vez en la calle el frío me sacudió en la cara. Ráfagas de viento parecían despabilarme; crucé de acera con la perspectiva de que quizá aquello lograra descongestionar mi aturdimiento, y por un rato creí irse a la ensoñación. A media manzana de mi casa ya estaba convencido de que no era así; todos aquellos con los que me topaba procedían igual que la mujer de las escaleras y el niño del porche. Hordas de individuos pasaban por mi lado y brotaban, de todos sus rostros desconocidos, gestos corteses, reverencias, inclinaciones, muecas, guiños, aspavientos, ademanes, etc. Nada más variado que la parafernalia existente, entre las señas que hacemos y las que observamos, cuando encontramos a alguien que nos es conocido. La cantidad es infinita. A cada persona un gesto, de cada persona otro distinto. Aquella vez me di cuenta como ningún día. Y luego las palabras de rigor que me venían de un lado y otro de la acera, por detrás de mí, o de frente; frases del tiempo, o de negocios, o de cosechas, o de política, comentarios del tipo “vaya semanita que nos ha hecho señor Julio” o “cómo disfrutan algunos cuando hay día libre ¿eh, amigo?”; desde las informativas “cómo está la juventud” hasta las autocomplacientes “mientras haya salud…”. Éstas y más me venían allá donde viese a alguien. A caballo entre el recuerdo y el olvido, la sensación me perseguía en calles y avenidas, en panaderías, fruterías, bares, a cada uno de estos sitios entré sin que pudiera salir de ellos con un sinfín de saludos afectuosos y palmadas en la espalda de personas ajenas a mí, aunque detrás de todas aquellas caras, y esto era lo que más me aterraba, veía un atisbo de familiaridad, de todos el mismo aire conocido. Lo único era que yo no lo recordaba.

Desesperado agarré el autobús, uno cualquiera, el primero que vi venir cerca de la parada. Solo quería irme, no importaba dónde, fuera de aquel barrio que —por otra parte— era el mío, a descansar en el anonimato; si había sufrido algún lapso de la memoria lo mejor sería ahuyentarme de allí, donde todos parecían conocerme, a algún lugar donde mi persona pasara por absoluta desconocida. No funcionó.

No solo el conductor del autobús me saludó con un acento vivaz y una animosidad que ya empezaba a detestar, además de él los otros pasajeros me saludaron sin excepción. Asiento por asiento, los acomodados viraban sus cabezas al verme y se dirigían a mí. Uno de ellos apartó sus bártulos y me cedió el sitio, mientras otro, más adelante, se dirigía a mí con plena confianza. Era como si empleara ese mismo autobús a diario, yo, desde luego no lo recordaba. En un impulso súbito bajé cuando se abrieron las puertas y galopé en ninguna dirección, solo me retiré rápido, hasta que pedí a un taxi que me llevara al aeropuerto. A estas alturas de la redacción no es preciso que diga que el conductor me reconoció, como amigo de toda la vida, y durante todo el trayecto no cesó de hablarme de cosas de su vida, y de la mía, que yo ni sabía que había contado. Mis ansias acuciaron con el trayecto, y cuando llegué al aeropuerto salí del coche sin ni siquiera pagar. Las tablas de destinos me reportaron algo de ánimo, me iría lo más lejos que pudiera, a ser alguien ignorado. Recuerdo aquel como el peor momento de mi vida. Nueva Delhi, Canadá, Italia, Ginebra, Corea, Croacia, Laponia, si, ¡Laponia! Por muy recóndito que fuese el lugar, de cualquier ciudad me venían sus gentes afectuosamente, hablándome en todos los idiomas posibles que no entendía, pero que sin duda estaban cargadas de cariño y afecto, de relaciones íntimas. Con la misma efusión y ternura me saludaron ejecutivos, prostitutas, ancianos, leprosos, indígenas, esquimales, tiroleses, hasta los recién nacidos parecían reconocerme, hasta los enfermos de Alzheimer se acordaban de mí. En todos ellos vislumbré la mirada de quien ha compartido contigo gozos y penurias, rostro tras rostro, adiviné la gesta de un amigo o de un hermano que sentía por mí un grandioso apego.
Ya no recuerdo cuanto tiempo estuve viajando, cuando al ocaso de uno de los días, en alguna de las ciudades a las que viajé, me arrodillé en una colina alta, y lloré amargamente por las personas que me apreciaban, que eran muchas.

martes, 15 de diciembre de 2009

La soledad de los gatos

Algo hay de triste e insondable, de demasiado humano, de atmósfera cifrada; existe un poco de todo esto que se desprende de la mirada de un gato. Quienes observen con dedicado ímpetu, aquellos que hayan detenido su ojo lo suficiente sabrán de lo que hablo.

Animal de los mil avatares, es rey y majestad cuando su aspecto reclama de la tierra su dominio – los adoquines, la alfombra, el parqué, todo parece reverenciarse a lo mullido de sus patas – y es humilde servidor cuando curva el lomo y zigzaguea entre las piernas de uno reclamando el contacto de una mano amiga.
Cuando come lo hace con el regocijo de los infantes, cuando bebe adopta la sutileza de una mujer, juega con la travesura de los chavales y duerme igual que los ancianos, pues se acurruca como ellos para que no se le vaya la vida en sueño. Tiene la curiosidad de un indiscreto, la altanería de un soberbio, la reserva de los desconfiados y la entrega absoluta de los creyentes. Es un arisco cuando defiende, a uñas y dientes, su territorio, y asustadizo cuando a esconderse va, bajo la cama. Es, a la vez, hogareño y callejero, buscador y perezoso, inquieto y manso, tratable y huraño.
Un gato, a la vez, es muchos gatos.
Pero hay algo peliagudo y turbador cuando de entre sus muchos rostros advertimos uno que no nos es reconocido. A un tiempo de observarlo se tiene una leve intuición de que un entendimiento supremo anida oculto bajo los bigotes y la nariz chata. Es en ese instante, que adopta hábitos muy lejanos y se percibe una quintaesencia, cuando de él despierta el avatar de lo insólito. Y uno se siente temblar hasta los tuétanos.

Con la mayor de las prudencias se desliza a donde estás, poseído por fuerzas mayores. Sus movimientos se suceden con consonancia precisa, como si al caminar se prestase del equilibrio de los Elementales, y se detiene a unos pasos. La estática silueta desprende un no se qué de las cosas ancestrales que te abstrae a la contemplación. Tú le miras, él a ti, y lo hace con el poder de unos ojos que parecen ver el más allá, luego se lanza a tu regazo con la ligereza de un suspiro, se arremolina en el menor hueco, y entonces sucede el contacto. Al principio una quietud tensa, luego una vibración queda. Unos segundos más tarde, expulsados de abismos remotos, se desencadenan en su interior los ecos de un rumor que reclama al ánimo. Ése es la vía de comunicación, no un simple ruido sino una frecuencia. ¡De entre el murmullo una voz! La voz de ánimas incognoscibles y abandonadas que residen allí dentro, millar de almas que claman por desasirse del otro mundo, entes de una dimensión clandestina que susurran tras el umbral y habitan en la soledad más profunda, al otro lado de los gatos. El ronroneo de un gato llama a toda la carne de uno si sabe escucharlo.

martes, 8 de diciembre de 2009

El otro camino

Alguien con un mapa y una granada de mano se me acercó.

- ¿Podría decirme donde queda el fin del mundo?

Hablé sin mirarle a la cara, tan solo pasando los dedos por el mapa.

- Tiene dos caminos. En el primero ha de coger la calle de la Avaricia, cruzar por la avenida del Sufrimiento, pasar por la plaza de la Ingratitud a la izquierda, atravesando la calle de la Intolerancia y yendo por la travesía de la Estupidez Humana, allí lo encontrará.

El hombre se dejó caer al suelo abatido de cansancio. Tiró el mapa, desunió la anilla del artefacto, y me miró.

- Ese era el otro camino.

martes, 1 de diciembre de 2009

Aquí permanezco

Esa es la gran diferencia; a los pobres se les llama locos y a los ricos excéntricos. La misma locura, distinto trato, y una vez más la justicia se esconde. La Biblia dice que los últimos serán los primeros en el reino de los cielos. Yo digo que los últimos seguirán siendo los últimos, por los siglos de los siglos, amén. ¿Qué donde vivo? Habitación 103 ¿Que cual es mi familia? Estas paredes blancas, yo, y nada más, nada. ¿Qué si estoy loco?
El personaje se ríe exageradamente.
Después de tres años aquí encerrado les aseguro que ninguno de ustedes podría contestar a eso, este es el mejor lugar que conozco para volver loco a alguien que no lo está. Imagínenselo, un mundo donde el cielo es completamente blanco por el día y completamente negro por la noche. Aquí nada existe, a menudo me pregunto si yo existo. La realidad se desvanece y los sentidos dejan de ser útiles. Es igual que estar ciego, porque no veo más que blanco, es lo mismo que estar sordo porque no oigo más que mis pensamientos. ¿Huelen?
El personaje hace el gesto de olfatear.
¿No, verdad? Porque aquí no huele a nada, ni bien, ni mal, nada. Llegados a este punto ¿Quién sabe si lo que recuerdo es real? Puedo haber vivido alguna vez en la ciudad como recuerdo, pero también puedo habérmelo imaginado. ¿Los médicos? Al principio se lo dije muchas veces y se lo repetí otras tantas, pero no me escucharon, me oyeron pero no me escucharon. Cada vez que pareces un poco cuerdo te drogan y te someten a tratamientos ¡Tratamientos horribles!
El personaje pone cara de terror.
Al final he decidido convertirme en el loco que ellos quieren que sea. Ahí llega, el Dr. Barces.
El personaje cambia su ánimo. Enloquece.

martes, 24 de noviembre de 2009

Apología patafísica

Bienvenidos seáis a las claridades de la nefasta Absurdia, dónde hasta las letras se descomponen, y las palabras se hacen trizas. Pasen y vean; aes escurridizas, erres bulliciosas, íes extraviadas, déjense sorprender por los cánticos inescuchados de las otras palabras, de las que nunca se supo nada:

He redorlado harapiencos estarnuzos volempaguear ransones incelubres, hemisfatios ganchidos se gondoleaban acurrenamente con plator e irñamería. ¡Desmanucar de suestras horlazas caspíretos de la patafísica!

Los rupilas sempidérnicas acullaban de sus lamadares. Y el blede clapitar de sus abenarucos coromeaba en risgos de anedal. A la bid se enortesían pártales y orleantas, cunda los farretarios que lehan sin cartugear. Las córulas de instierno se evalopaban de insteláneo, e insajían corpintas, e ilmanaban cróadas. Díntares acrobiánticos semanaban dulotes serenáuticos, moleban sus revaldos y corollaban hucaveres.


*Nota: Cualquier palabra que exista de verdad no es más que el fruto de una casualidad muy casual.

martes, 17 de noviembre de 2009

La calle de los infortunados

Olía a grasa quemada, y a mucho más de lo que estaba dispuesto a reconocer en el momento. Los locales a uno y otro lado de la calle despachaban un olor a vicios impuros, a pecados inconfesables. Algunas de las chicas que habíamos visto horas antes pasear con sus melenas acicaladas y sus rostros perfilados por el maquillaje, de porte casi glamuroso, ahora se nos aparecían a cada esquina dando tumbos, agarrándose a cualquiera, las caras ajadas, los labios roídos de rojo, manchadas de lágrimas y otros fluidos, la ropa a medio poner, o a medio quitar, los pelos enmadejados y quizá algún tacón roto.

Algunas farolas parpadeaban, otras no se encendieron ya en toda la noche, las que más no despedían sino una luz anémica que se derramaba por el suelo enfermando los adoquines y haciendo palidecer las botellas de cristal vacías. Era tarde, más o menos la hora en que la indecencia sale de su escondrijo y los rincones oscuros eclosionan de personajes tan inquietantes como singulares. Y allí estábamos nosotros, los cuatro de siempre, solo que ahora más juntos y cabizbajos, casi nos daba miedo levantar los ojos del suelo, por lo que pudiésemos ver. A cada rato alguno se inclinaba un poco y echaba un vistazo rápido.


En una de las calles vimos a una rata de lomo encrespado, que se desplazaba nerviosamente de una alcantarilla a los bajos de un coche, y luego a un contenedor, y luego se fue a meter en uno de esos locales de neón, y las chicas, a media faena, salían despavoridas y a chillidos, sin importarles lo poco o mucho que se las viera la carne. Entonces recuerdo que nos reímos de lo lindo con el panorama, de cómo unas rivalizaban por subirse a los coches, y otras corrían calle abajo con las bragas en la mano.


Por los sitios más recogidos se adivinaban siluetas que se agitaban a oscuras, hombres y mujeres que jadeaban y susurraban al vaivén de ritmos toscos, y de pronto se detenían y se separaban cada uno por un lado. Una chica joven de no más de veinte años nos enseñó sus brazos plagados de picadas, sus dientes pútridos y quiso que le diésemos algún dinero por una mamada, al lado un hombre tenía los ojos en blanco y en el brazo una jeringa. Y apresuramos el paso, desoyendo las súplicas que nos venían de atrás.

Recorrimos calles donde los individuos andaban extraviados, pasamos por al lado de hombres echados en el suelo, mojados de orín y vómito, de aliento etílico, viejos que resollaban, que lloraban por el abandono de algún ser querido o por el amor de una puta, o por ambas cosas. Eran los hombres infortunados, los caballeros andantes que habían dejado de ser caballeros, en búsqueda de aquellas princesas que ya no lo eran. Y de perdices ni hablamos.

Nos apercibimos de una gran cantidad de verdades esa noche. Lo de cruento de la existencia que puede darse para unos pocos, por una azarosa calamidad o por los caprichosos devaneos del destino, y supimos que habríamos de luchar para que aquello no se nos viniera encima. Aquel barrio se nos reveló como escuela de una noche, cuyos maestros fueron los inquilinos de la calle, que a golpe de perderse ellos nos ilustraron las más profundas lecciones.


Al amanecer se acabó nuestro peregrinaje, volvimos atrás nuestros pasos sin decir palabra. Cuando llegué a casa me metí en la cama, aunque no me dormí hasta un rato después. Sospecho que a los otros les ocurrió lo mismo. Solo fuimos esa única vez, ahora no recuerdo a quien del grupo le hizo ilusión ir allí, en busca de experiencias nuevas, pero todos creyeron que era buena idea. Yo al principio también lo creí.

martes, 10 de noviembre de 2009

La zona oscura del palacio

- ¿Dónde se las puede encontrar?
- Ellas viven en una mansión igualmente insólita. De sus cimientos fluyen las fuerzas antagónicas que combaten a diario. Desde fuera, los vientos, el céfiro y el bóreas ancestrales, se arremolinan cada uno a un lado del edificio, dando uno las emanaciones primaverales y arrojando el otro los hielos y el frío cortante del invierno.
- Continúa.
- Nada más entrar se te rebela la dualidad del palacio, que está partido en dos por una línea que no se percibe. En el mismo centro hay una cama donde ella se guarece cuando es neutra. Luego, depende del día, que se levante de un costado o de su opuesto.
- No me lo digas, a una parte se encuentra el mundo de Itaresey, donde todo es ensoñación y gratitud, ¿verdad?
- Verdad.
- Pero yo quiero que me hables del otro sitio, ¿qué se encuentra en la otra parte?
- ¿Por qué será que vosotros, necios y otra vez necios, nunca os contentáis? Siempre queréis conocerlo todo, acerca de lo otro.
- Es nuestra condición, ya lo sabes.
- Bien, lo sabrás. La estancia de la diosa macabra la forman unas paredes de ébano de las cuales sobresalen a lo largo y ancho porciones humanas que se agitan, y otras formas irreconocibles. Del techo, que es amasijo de dientes y huesos astillados, gotean incesantes sustancias mucilaginosas y en el suelo queda desprendido lo viscoso y lo sangriento. Y así, todo lo que te circunda es ornamento tétrico y fúnebre. Brazos arrancados de cuajo surgen de las paredes sosteniendo antorchas que iluminan el mayor museo de los horrores; escaleras alfombradas con pieles humanas, columnas que son conglomerado de rostros difuntos, pasadizos donde se hacinan cientos de fetos aún móviles, chimeneas donde se está quemando siempre algo vivo…
- Por dios…
- Tú lo has dicho.
- ¿Qué más?
- Los sirvientes de Yeresati deambulan lánguidos por los pasillos, en una eterna postración, siendo mezcla de rostros cadavéricos y cuerpos consumidos, cumpliendo las órdenes funestas de su ama, olvidando a cada instante sus retinas cuanto de terrorífico han visto, y volviendo a recordar momentos después. Así contribuyen estas almas en pena al mundo de lo lóbrego, paraíso de monstruos y edén de la perversidad.
- ¿Quieres saber más?
- Si.
- Por todas partes, emanando de debajo del suelo, de detrás de las paredes, del interior de las columnas y sobre el techo, una cadencia escalofriante, melodía de voces de niños aullando de dolor, ruido de huesos rompiéndose, murmullos lastimeros, gemidos de agonía, ruido de cuerpos chocando contra el suelo desmembrándose del impacto, sonido de hierros hendiéndose en la carne, uñas partiéndose contra la pared, la música del averno.
- ¿Más?
- Si, si.
- Están también las puertas, innumerables umbrales que llevan a terrores calamitosos. Se habla que cada uno muestra una desgracia, una de esas que hace enloquecer. En esas habitaciones se guarda todo lo tenebroso que pueda ser enseñado al ser humano.
- ¿Y qué más?
- Ya no más.
- Pero, ¿qué hay dentro de las habitaciones?
- Es una estancia prohibida, te lo aseguro.
- Ya, pero quiero saber.
- ¿Entrarías para averiguarlo?
- Eh…sí.
- Así sea hijo de Adán, necio y otra vez necio.

martes, 3 de noviembre de 2009

La señora sin reverso

- ¿Sueñan los dioses?
- Ella sueña con bebes ahorcados.
- ¿Qué tipo de diosa es?
- Es Yeresati, la diosa Macabra.
- ¿Qué atributos tiene?
- Todos los relacionados con lo grotesco, con lo depravado.
- ¿Y la otra?
- La otra es Itaserey, la de los atributos esbeltos, la de la lírica y los perfumes, y los sueños apaciguadores. La diosa Delicia.
- ¿Y qué pasa cuando se encuentran las dos?
- Eso no pasa nunca…y pasa siempre.
- ¿Cómo?
- Las dos son la misma persona, la una es la espalda de la otra.
- Explícamelo para que lo entienda, anda.
- Mira, nadie sabe como se gestó esta criatura del cielo, la más insólita de las que haya visto ojo humano o divino. Su cuerpo parece partido por un espejo invisible y duplicado casi de la misma forma en el extremo, hay momentos en los que es difícil distinguir donde acaba uno y empieza otro. También es llamada la señora sin reverso.
- La señora sin reverso… ¿y es…son…?
- ¿Hermosas? Las que más. Piel roja por una cara y azul por la otra, sus brazos y sus piernas están articulados de modo que pueden extenderse y flexionarse a ambos lados por igual, pero esto de una forma tal que no hace sino aumentar el erotismo de un cuerpo de mujer.
- ¿Pero es posible esto?
- Claro que lo es, olvidas que es una diosa. Brahma tiene cuatro cabezas, Ravana veinte brazos y ella absorbió lo que llaman belleza ambimórfica. Y va siempre desnuda, imagínate lo que es eso para el panteón.
- Ya, ¿y cómo son?
- Tendrías que verlas para hacerte una idea. Solo te diré que Itaserey tiene los ojos verdes, y Yeresati ojos negros. Una embelesa con la mirada, la otra te clava las pupilas. Una de labios verdes y la otra de labios rojos. Una besa, y la otra muerde.

martes, 27 de octubre de 2009

El iluminado

De súbito toda existencia se detiene. Cesa el ritmo, acalla el movimiento y enmudece el universo. Una hoja a medio camino entre su rama y el suelo, y el fulgor de las estrellas abandona sus trémulos.
Y es en ese instante, en ese segundo infinito, en el que hasta el aire deja de fluir en el momento en el que se desprende de mi aliento. Es, pues, cuando lo alcanzo; yo, de tantos otros muchos que lo buscaban. Veo, no, siento la buenaventura cuando la luz se apodera de mí, me traspasa y me tienta. Mi mente recuerda en movimientos espasmódicos; personas, paisajes, animales, sonrisas, llantos, abrazos, e incluso me veo a mí mismo, a mi yo-cansado, a mi yo-pletórico, a mi yo-deslustrado y a mi yo-esplendoroso. Todas estas visiones me rocían su gracia y, al final, como una certeza enceguecedora que me golpea desde arriba, una eyaculación mística de la que bebo hasta saciarme. Una inmensa calidez me imbuye y se que ya no soy un hombre.
La hoja cae, el movimiento incide de nuevo sobre todas las cosas. Lo inane se torna majestuoso, lo tosco adquiere finura y mis manos pueden abarcar el mundo. Ahora soy un iluminado.

martes, 20 de octubre de 2009

Mi mundo

Mueve, metamorfosea, muta. Mi mundo muestra minutos malos, momentos mejores…

Mares murmuran meneando milenarios, montando marejadas, meciendo marineros. Magnas montañas, majestuosas miradoras, muestran montículos mellizos. Manantiales manan milagrosos, miríadas meteóricas motean mantos morenos. Madrugadores mininos maúllan música, mientras merodean mansos. Mirlos momentáneos maniobran modulando matinales melodías. Manadas mamíferas moran masticando mies, mugiendo, mostrando manchas. Miríficas madreselvas medicinales maduran, marañas, matorrales, múltiples matojos modelan montes. Mozart monta músicas magistrales mientras Moliere manuscribe manteniendo musas, Marcel Marceau mimo magnífico, Miguel Ángel moldeando Moisés, Mendelsohn marca marchas maritales, Mahatma musita mantras místicos.

Mas…

Metrópolis multiplicadas, mundo masificado, maniatadas multitudes. Mediocres mentiras; mueren muchedumbres mientras mandatarios manejan millones mirando malabares monetarios. Misas matinales mascullan monsergas mientras monseñores mercadean, morando mansiones marmóreas. Mediocres matones maltratan mujeres marcándolas moratones. Ministros movilizan milicias, magnates mundiales maquinan misiles, masacrando miles; mártires muertos, macabros matadores. Máquinas mortíferas, monstruos metálicos machacan muchachos manifestantes mientras marchan, memorias marchitas. Modas multinacionales manipulan mentes míseras. Manos mostrando martillos, manidas metralletas manifiestan matanzas, molidas murallas. Mauthausen mortifica, Mengele momifica maldades mutando menores, Mussolini manda morteros mutilar masas mestizas.

Moraleja: Mantente moral, marcha madurando, muere merecedor.

martes, 13 de octubre de 2009

Las doce

El bramido de un suizo se alzó en pleno villorrio, espantando las aves cercanas. Gritó varias veces más, seguidas y tenaces, y nadie se conmovió lo más mínimo. Horas más tarde sucedía lo mismo en una casita de estampa victoriana en Londres; un sobresalto en el silencio, súbito y alarmante, una figura alta se desechó en ruidos que se repetían y los gatos de la casa entornaron sus orejas en manifestación de sorpresa, y tampoco nadie hizo nada. Sucedió que la misma circunstancia sobrevino en una favela, al este de Río de Janeiro; de uno que, sin haber escuchado al suizo ni al inglés, emitió un sonido de semejantes características. Y se volvió a dar la misma circunstancia; la gente, antes tales recalcitrantes alaridos, presentaba un indiferencia ignota, algunos incluso miraban de soslayo, pero en verdad que ninguno de ellos le dio una mayor importancia. Esto mismo, este incidente que, a la sazón, siempre era de carácter nocturno, se produjo asimismo y de forma consecutiva, en Sant Lake City, y más tarde en Tijuana, en Brunei, Jakarta, Calcuta, Volgogrado, Ankara, y así, después de un tiempo, volvió a sucederle al suizo; justo en ese momento en que las dos agujas se acoplan y los resortes y goznes de sus tripas saltan. Las doce de la noche había dado la vuelta al mundo.

martes, 6 de octubre de 2009

El último árbol

Cuando y de qué forma escarbó la tierra para salir a la intemperie no se conoce. “El vetusto de la Tierra” como lo llaman, corona una larga avenida de cemento y plástico en una ciudad que comenzó a hacerse a sí misma cuando él ya se arrugaba. La estampa de su cuerpo contraído y mellado por infinidad de luchas contra viento y agua representa acaso el último vestigio de vegetación, del tiempo en que el hombre, aparte de ser hombre, era muchas otras cosas.

Tiene la piel hecha jirones, aquí y allá presenta grietas de madera como cicatrices de guerra, las ramas se abaten contra el suelo, peladas, a años luz de aquellas que llegaron a cobijar sombras que se han perdido. De cada pedazo del último árbol se adivina el deslizarse de cientos de años. La decadencia imparable. Este coloso anciano puede jactarse de haber encubierto en su seno los devaneos amorosos de algunas de las especies antiguas; ardillas, o lechuzas, colibríes, monos y demás especies extintas hace doce siglos. Ahora ya no parece sostener ni el aire.

Muy a menudo vengo a verlo. Desde el otro lado de la urna de cristal que lo envuelve estudio su forma e intento comprender un organismo tan complejo. Algunas veces me parece que luce una expresión majestuosa, como si tuviera la resolución de perdurar hasta el final de los días, otras veces reparo en algo de entre sus ramajes que me suscita un desánimo, y parece que aquel gigante tiene ansia por desaparecer y volver de nuevo bajo el humus. Hay otras veces en que ni encuentro lo uno ni lo otro. He visto como los turistas le escupían flashes sin ni siquiera mirarlo por fuera del objetivo de sus cámaras, pero yo lo he contemplado hasta que me han escocido los ojos.

He fantaseado con la idea de que sus ramas se mezan en un alarde de satisfacción, e imagino que la lluvia arrecia y el cristal se rompe, y voy a sentarme junto a él que me acoge entre sus hojas como a un retoño, bajo la madera húmeda fluye la savia, y yo, que puedo beberla. Casi siempre soy ese árbol, de mi sangre y sus raíces subyace la misma verdad. Si el último árbol de la Tierra pudiese ver algo, vería recuerdos.

De los otros árboles se sabe que ya no existen y que nadie los echó en falta. También éste lo hará, tarde o temprano.

martes, 29 de septiembre de 2009

Senzu, el asistente

“Déjame que llegue al esternón” le había dicho su hermano.
La ceremonia ha comenzado ya. Delante de los concurrentes contempla impasible la silueta de aquel con el que compartiera en vida millones de cosas, un ardor le quema el cuerpo, unas pulsiones le fuerzan a revelarse contra la tradición, pero está entrenado para rebatir las emociones y apenas pestañea mientras su hermano empuña el Tantō. Senzu recuerda cuando eran niños y simulaban hacerse el Harakiri, cogían una rama cualquiera, interpretaban la escena y luego se rozaban el vientre e incluso agonizaban y morían de mentiras. Siempre uno era el Kaishakunin del otro, y se decían repetidas veces “si yo tengo que hacerme el Harakiri tu serás mi asistente”.

Ahora ya no hay más ramas ni teatro, Senzu no flaquea. Sabe que ha de hacerlo para no deshonrar a su hermano y sabe que eso está por encima de todo. Los presentes miran impávidos, el practicante entona el “Namu abida Butsu” y todo en el habitáculo dispersa la templanza de la ceremonia, ni siquiera el fuego de los candiles se contonea ni el hilo de incienso varía su ruta hasta el techo. Y el hierro penetra en sus entrañas. El rostro se desencaja pero las manos siguen estrechando la daga contra sí, y surcan la carne hasta el centro para luego subir hasta arriba, hasta lo más arriba posible. “Déjame que llegue al esternón” recuerda Senzu, que lucha por liberar los demonios que lo carcomen. Ha de estar sereno para efectuar el movimiento con la mayor de las precisiones. Recoge el aire y lo mantiene, concentra su fuerza y se funde en espíritu con la espada. Su hermano llega hasta arriba deshecho de dolor; Senzu clausura, suelta fuerza y aire con una técnica excepcional. Y la cabeza se separa del cuerpo. Una ejecución perfecta.

En los ojos de los que han asistido puede leerse la admiración hacia aquellos dos hermanos, el uno por resistir la agonía para que su linaje y familia quedasen impunes de la deshonra, el otro por la maestría, por haber culminado la expresión del samurai. Senzu había proyectado el amor a su hermano con ese golpe, pues una maniobra como aquella era la mejor entrega que pudiera haberle hecho. Ni siquiera cuando todo acaba titubea, no llora, no muestra emoción. Lleva la amargura en su interior, lo hace por su hermano.


Tantō - Daga similar a un puñal.
Kaishakunin - En el ritual del Harakiri (o Sepukku), persona que decapitaba al suicida durante su agonía.
Namu abida Butsu - “Tomo refugio en el Buda de la Vida y de la Luz Inmensurables”.

martes, 22 de septiembre de 2009

Los dos sucesos de Nadia

Una porción de existencia en el interior de alguien, un soplo de la naturaleza, y se da el suceso de la creación; una criatura sale a la vida. Nadia emerge de la cámara oscura y cerrada que es el vientre materno, y va a parar a un lugar con luz. De lo que antes era negro ahora es blanco. Donde antes era oscuro, ahora es luminoso. Hay un grupo de gente vestida de blanco. A Nadia la limpian y la entregan a las personas que más la quieren en el mundo. Alguno de los que hay llora.

Nadia crece, le salen los dientes y le crece el pelo. Sus padres le tratan con delicadeza porque aún tiene los huesos frágiles, y utiliza un andador porque aún no se tiene en pie. Algunos familiares le dan de comer porque ella aún no sabe. Y ocurre que la niña aprende esas cosas y se hace mayor.
Y ocurre que Nadia olvida esas cosas, y algunos familiares le dan de comer porque ella ha olvidado y utiliza un andador porque ya no puede tenerse en pie, y sus hijos le tratan con delicadeza porque sus huesos están frágiles, y entonces se le cae el pelo, y entonces se le caen los dientes. Y todo eso porque han pasado setenta años.

Una última porción de existencia en el interior de alguien, un soplo de la naturaleza, y se da el suceso de la pérdida; una criatura sale de la vida. A Nadia le limpian y la entregan a las personas que más la quieren en el mundo. Luego ella se sumerge en la cámara oscura y cerrada que es el ataúd, y ya no ve más la luz. De lo que antes era blanco ahora es negro. Donde antes era luminoso, es ahora oscuro. Hay un grupo de gente vestida de negro. Alguno de los que hay llora.

martes, 15 de septiembre de 2009

Hoy le lloré a Bradbury


Érase una vez un hombre-niño, como le gustaba llamarse, un americano de Illinois al que se le apareció un ángel de cincuenta teclas, con rollos de tinta y de cuerpo metálico. Nació de ellos un afecto sin condición, como solo puede haberlo entre dos personas que se miran a los ojos y se entienden, y se aman. Desde entonces se profesaron la hermandad de dos gemelos, pues lo que manaba de los dedos de uno se reflejaba en el rostro del otro. Él manoseaba sus intestinos y ella pegaba mordiscos al papel en blanco, él accionaba resortes, desplazaba herrumbre de su bajo vientre, la alimentaba de folios y la amamantaba con tinta y ella le devolvía el afecto con sonoros y repetidos besos. Él la preñaba de ideas fascinantes y de imaginación sin límite, ella le devolvía el gesto pariendo cuentos enteros. El resultado; miles de cabezas fascinadas y ojos incrédulos que leen historias como si fuesen verdades universales, y es posible que lo sean.

Hoy le lloré a Bradbury. A él, a sus crónicas y a sus grados Fahrenheit. Hoy lloré por sus arañas inteligentes, por sus dinosaurios, por su hombre ilustrado, sus fantasmas de lo nuevo, su vino del estío, sus leones hambrientos del África en la habitación de los niños. Hoy lloré por el simple mortal, por su esfuerzo y por su sincera humildad y cuanto le costaba creer que le dijeran que era bueno. Se que habrá de morirse, cuando lo haga me resignaré al silencio de sus letras. A él, que escribió acerca de sus autores preferidos, le escribo hoy para devolverle ese favor a la literatura, para que no se le recuerde solo en ese día, para ayudar a que sus cuentos pertenezcan a la inmortalidad. Hoy le lloré a él y a su máquina de escribir.

martes, 8 de septiembre de 2009

Nageena y la sombra de una higuera

Nageena era una niña de cabellos rojizos, cara sucia y ojos avispados. Siempre se la podía ver en el camino, cubriendo el suelo con la mirada, estudiando las huellas de pisadas que surcan la tierra. No participaba en el juego de los otros niños de la aldea, no se bañaba con ellos en la madre Ganga, ni se juntaba con nadie para las comidas. Cuando, curiosos, los hombres de la aldea le preguntaban por su actividad ella respondía que estaba buscando, cuando le preguntaban el qué, se limitaba a encogerse de hombros.

Una día un Brahmán* pasó por donde vivía Nageena, encontrándose con el padre que vivía con ella.
- Vengo a preguntarle por su hija, la del camino – le dijo el Brahmán – por su actitud insólita y que desconcierta a los niños y a los viejos.

El padre de la niña le dijo: yo no puedo decirle nada de eso porque es ella, la que por voluntad propia, se dedica a escrutar el sendero. Y si está en la búsqueda de algo, confío para que lo encuentre.

Le pareció al sacerdote que aquel hombre tenía un halo distinguido en los ojos, de aquellas miradas que condensan una sabiduría escondida, y añadió:
- ¿No estará, tal vez, buscando la niña a su madre?

El padre de la niña le dijo: no porque mi hija y yo la vimos morir y echamos sus cenizas al río. Nageena sabe que su madre reside ahora en un lugar donde no puede encontrarla, así que no la está buscando a ella.

El Brahmán tras esto último sintió más curiosidad:
- ¿A quién busca la niña entonces?

El padre de la niña le dijo: Nageena desde muy pequeña sabe apreciar las huellas de pisadas, las ve y sabe leer a través de ellas, y sabe de la persona que las ha grabado. Si usted marca el suelo, y ella se detiene a observar la huella, tenga por seguro que está leyendo un libro de su vida.

El Brahmán, algo desconcertado, fue al camino a ver a Nageena. La encontró llorando, pletórica, sonriente y bajo una ferviente excitación. Ha encontrado algo – adivinó el sacerdote, y ella le señaló unas pisadas, y los dos las siguieron. Y así el Bramhán y la niña fueron a parar donde la sombra de una higuera envolvía a un hombre que meditaba, completamente inmóvil e irradiaba la más pura de las verdades. Y este hombre era la encarnación del dios Vishnú, al que llamaban Siddhartha.

La niña había estado buscando el despertar de un hombre, y lo encontró, a la sombra de una higuera.


* En la religión Hindú, miembro de la casta sacerdotal.

martes, 1 de septiembre de 2009

El primero de los mahout

De cómo Sarekae llegó a ser el primer cuidador de los elefantes de los dioses de Asia, eso es conocido en toda la región oriental.

Yan Lu Pieh, que era un dios travieso y cruel, hizo llamar a Sarekae a sus aposentos, con el propósito de probarle como mahout*. Había llegado a sus oídos que éste era un mortal íntegro e incapaz de obrar mal, y los otros dioses habían insistido en que no era preciso que pasara ninguna prueba, aún así la curiosidad le corroía y quiso verlo por sí mismo. Para llegar a ser el mahout de los dioses – le dijo -habrás de pasarlos a todos ellos por la senda de Iguaul en la quinta madrugada a partir de hoy.

Llegado el día indicado Sarekae cogió el ankus** y comenzó a guiar a los elefantes. Sabía que aquel día era el más caluroso del año, y en cuestión, el menos propicio para atravesar una senda tan árida, que por lo demás, era temida por lo escarpado y peligroso de su terreno.

Yan Lu observaba desde su heredad celestial, no sin irritación al ver que no había un atisbo de duda en aquel hombre. E hizo que perdiera el ankus. El hombre se sirvió entonces de sus propias manos para guiarlos. Yan Lu hizo que perdiera los brazos. Sarekae habló a los elefantes, indicándoles el camino, y ellos le escucharon. Pero el dios le hizo enmudecer. Se dio cuenta entonces el sufrido mortal, que los animales eran capaz de mirarle a los ojos, y entonces les dirigió con la mirada, y las patas de aquellos gigantes pisaban firme allá dónde Sarekae echaba un vistazo. Y Yan Lu le arrancó los ojos. Sarekae continuó caminando, a ciegas, seguido por la manada, y el dios le arrebató las piernas.

Y fue allí, en medio de aquella senda de Iguaul donde tuvo lugar el acontecimiento que luego sería recordado por miles de años.

Ocurrió que los elefantes se detuvieron entorno a lo que restaba de Sarekae, y se arrodillaron, a modo de reverencia. Uno de ellos lo elevó del suelo, se lo echó al lomo y la manada continuó por su propio pie, como conociendo cada recoveco del camino, hasta llegar al otro lado. Aseguran los dioses que de las miradas elefantinas se discernía una comprensión inaudita, y que del pecho de Sarekae emanaba una respiración profunda y sosegada, que a pesar del tormento no había sido alterada.

Yan Lu Pieh deshecho en furia y abatido fue a pedir consejo a sus hermanos, que le hablaron así:

Quien deposita su espíritu por completo en realizar un anhelo, es seguro que sus pasos lo llevarán hasta él, puesto que aunque se pierda todo lo demás, el alma perdura. Los elefantes entendieron eso.


*Cuidador de elefantes.
** Herramienta usada en la dirección y el entrenamiento de los elefantes.

Iskandar.

martes, 18 de agosto de 2009

Haikuf, el pescador

Con los pies ahondando la marisma del río, Haikuf colocaba las redes. Bajo el sol, inclinaba su espalda hacia el suelo mientras sus manos se debatían entre el fango, y le hablaba a su hijo- has de trabajar duro Kiansen, y llegarás a ser hombre de bien, y verás enriquecido tu espíritu, como el del samurai que habita esa cabaña- señalando una choza en la ladera de una montaña. Ryokin, el samurai, se hallaba sentado con la espalda erguida y actitud serena; le hablaba así a su esposa, -escucha bien Oysia, hemos de darle gracias a los dioses por permitirnos seguir en el camino recto. Yo, que vivo para proteger al señor Itami, he de venerarle puesto que él es uno de los hombres más justos y dignos de cuantos existen. Dozan Itami, el Daymio de ésas tierras, con las nubes de incienso aromando su estancia, su cuerpo aposentado en telas de brocado de oro, sus cabellos nutridos de esencias de avena, desde lo altivo de su palacio, pensaba: eres todo lo recto que te han enseñado Itami, caminas sobre la Vía del Guerrero y sobre la del Saber, convergen tu actitud y tu aptitud en el único sendero, el de la integridad; pero aún hay a quienes has de tener como referencia. Todo esto lo pensaba Itami mientras sus ojos se iban a postrar en la silueta de un hombre y su hijo que, a pleno sol, pescaban en el río.

Iskandar.

Del conocimiento

Un día ocurrió que cuatro de los más sabios de una aldea fueron llamados a un establo para reconocer a un animal que jamás habían visto. Como llegaron cuando ya la noche hubo caído, y resultó no haber luz en el establo, al no ver nada los cuatro sabios comenzaron a palpar al animal.
Al salir les preguntaron, y cada uno expuso. Uno, describió al animal como una manguera gruesa, pues había palpado algo similar, otro lo describió como un abanico, otro como una columna, y aún otro sostenía que el animal tenía forma de lanza. Así, uno había tocado la trompa, otro la oreja, otro la pata y otro el colmillo, y ninguno tuvo una idea completa de lo que era un elefante.

(Idea extraída de "El Mathnawi" de Jalaluddin Rumi)


Iskandar.