miércoles, 18 de agosto de 2010

Cuando descansa el elefante

Bajo una noche de ópera espacial, un convoy marcha, híbrido de ensueños, sobre un camino de hojas de otoño. Marchan al ritmo lento de un paso por semana, aquellos, los que fueron testigos del baile de los planetas, del lloro de los ángeles, de la supervivencia de un árbol. Marchan payasos alcohólicos, gentes de la India, suicidas estilitas, asistentes de Hara-Kiri; marchan también iluminados, señoras sin reverso, hombres infortunados, y niñas en busca de huellas; marchan todos ellos a lomos de un elefante, aquél que no adivinaron los cuatro sabios.

Sobre sus espaldas, el gigante los acuna, y su paso los mece. Miles de personas se agolpan, confundiéndose en una masa abigarrada; un escritor de ciencia ficción abraza una máquina de escribir, un pescador japonés enseña el oficio a su hijo, un joven actor bebe vino en una bañera, hay también un loco y una niña que envejece de súbito. Un gato se pasea entre las piernas de todos, enigmático, y otra niña con un globo se entretiene buscándolo.

Entre los breves espacios huecos se adivinan, desperdigados, aquí un libro, allí un paraguas roto, más allá un jersey, o tal vez dos calcetines. Arriba, surcan el cielo los aleteos de unas palomas bien alimentadas, y se escuchan sonidos urbanos: un estornudo, un lloro compartido, la tonada de un reloj suizo.

En el camino también, próximas al animal, caminan las personas que lo alentaron a tomar el viaje, aquellas cuyas palabras le infunden fuerza, y a ellas les agradece en silencio con sus ojos antiguos.

Entonces ocurre, justo después de un año desde que iniciaran el viaje, que el elefante recuesta sus patas, hace un alto en el camino, y descansa. El elefante descansa.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Hombre dando de comer caviar a las palomas

Si Emilio comía en el ascensor, se afeitaba tumbado en la cama y guardaba la cartera y las llaves en una bandeja de la nevera, se debía a que, ya desde pequeño, sufría la terrible necesidad de hacer cosas que no hiciese nadie más. Cualquier acción que se asemejase a la de otra persona le enfermaba hasta tal punto que el afán de la exclusividad le llevaba a tener comportamientos cada vez más extraordinarios. Así, en el colegio se presentaron los primeros síntomas de este trastorno; a los doce años quiso llevar corbata y mocasines, cuando a esa edad sus compañeros lucían sus primeras deportivas y se llevaban las sudaderas con capucha. Y mientras en el recreo se jugaba a fútbol o a la comba, el pequeño Emilio se inventó un juego donde se tenía que jugar al fútbol mientras se saltaba a la comba, pero entonces otros comenzaron a interesarse y él dejó de jugar.
Fue conocido en su instituto mayormente por su afición a leerse los libros al revés y por escribir con las dos manos de forma alterna, un párrafo con cada una; así no pertenecía al grupo de los zurdos ni de los diestros.

Más tarde, a medida que fue creciendo, lo hicieron también sus manías; son muy conocidas en su vecindario las rarezas que representaba muy a menudo: le habían visto batir huevos en la parada del autobús, pasear un centollo, lavarse los dientes en una cabina telefónica, y tocar una guitarra sin cuerdas con un letrero que decía «la música se lleva por dentro». Y luego estaba su apariencia. Ya llevaba pajarita con chándal, o combinaba colores imposibles, o usaba zapatos de distinto juego, o llevaba media cara con barba y la otra media afeitada. Era un hombre con insaciable curiosidad, y en todos sus quehaceres buscaba siempre la oportunidad para crear algo nuevo.
Nunca aprendió a conducir, ni cogía el transporte público. Cuando se disponía a salir a la calle, lo hacía siempre a horas poco comunes y por calles poco concurridas.
Había despertado en sus vecinos una curiosidad morbosa, y a cada vez que salía de casa las mirillas se copaban con ojos ávidos de cualquier cosa estrafalaria. Y siempre las había. Unas veces Emilio, que vivía en un quinto, subía los escalones de espaldas, otras, utilizaba de forma alterna el ascensor y la escalera, así pues, subía un piso andando y el otro en ascensor. Otras veces se santiguaba en cada rellano, o recitaba poesía, correspondiendo a verso por escalón. De todas formas no le gustaba tampoco repetir sus propias excentricidades.

No conocí a nadie igual, tan en constante huída de las costumbres y de la práctica común, tan distante del comedimiento y de las normas. Emilio era así, pero no lo empujaba a ello un afán de destacar, ni siquiera se trataba de una protesta contra el sistema. Simplemente adolecía de una enfermedad aún no catalogada, que le obligaba a romper en todo momento con los condicionamientos sociales. Esto era cierto hasta tal punto que si, por ejemplo, en el supermercado se sentía actuar igual que los demás por llevar carro, le invadía una náusea, y entonces se deshacía del carro al instante y cargaba los productos, que se yo, metidos en calcetines. El problema que Emilio tenía era este, que por su condición de trasgresor exacerbado, sufría una desazón cuando en ocasiones no tenía más remedio que actuar según la mayoría.

La primera vez que lo vi estaba sentado en el banco de un parque, dando de comer a las palomas, y les daba caviar. Meticulosamente acercaba una cuchara a la bandada y, unas más tímidas otras más enérgicas, todas iban a picotear las huevas. Me senté al lado, con el leve apercibimiento de que había algo de arte en todo aquello.
Le dije:
— ¿Por qué das caviar a las palomas?

El hombre no habló en algún tiempo, y cuando lo hizo, me miró a los zapatos de forma que parecía que les hablaba a ellos:
— Gente que les de pan ya hay mucha.

Y luego me sonrió, bueno, no a mí, a mis zapatos, de una forma un tanto pícara, pero sin maldad. Más allá de su enfermedad, y esto solo lo sospecho, sentía un cierto regocijo al dejar perplejos a los que eran testigos de sus acciones.

Emilio murió como muere todo el mundo, eso no pudo evitarlo. En cambio si dejó escrito que alguien, quien fuera, mezclase sus cenizas con pintura y dibujase un cuadro. Resultó un cuadro famosísimo, y hay quienes le pusieron cifras altísimas para un cuadro así, pero era enigmáticamente bello, decían. En él aparecía un hombre sentado en un banco de un parque que daba caviar a las palomas. Yo lo pinté.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Hojas de otoño

La vieja gitana vaticinó, sin decírselo:
— Morirá cuando beba agua mientras suene Hojas de otoño dentro de un coche.

En sus horas de conducción, durante los setenta y siete años de vida que tenía, había bebido ciento siete veces, y escuchó aquella canción unas treinta y cinco, pero que se diera el caso de que coincidieran ambas, y dentro de un coche, solo ocurrió una. Aquel día, un vehículo, sin conocer nadie las circunstancias, se metía en dirección contraria.