martes, 25 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte VII

Nendhala, la esposa de Ramán, supo que él y su hijo habían regresado cuando, desde la habitación contigua a donde ella dormía, escuchó a Negoy romper en llanto. Al escuchar a su hijo llorar como no lo hiciera nunca, su primer instinto, el más fuerte de cuantos una madre pueda poseer, la empujó a levantarse y consolar al pequeño, pero entonces recordó que ella y Ramán lo habían hablado:
—A la vuelta nuestro hijo llorará —le había dicho un día antes—, pero habremos de dejar que lo haga en solitario.

El poco rato se presentó Ramán en la habitación y le contó su viaje con Negoy, y los dos pasaron la noche en vela, escuchando los sollozos de su hijo, hasta que al final éste se durmió.

Al día siguiente se despertó ella, y una vez se hubo lavado y vestido, fue a donde su hijo y lo encontró sentado en el suelo, las piernas cruzadas y los ojos cerrados.
—Es el Padsnem —pensó ella—, su primer recogimiento.
Y vio también que junto a él, también en el suelo, destacaban cinco objetos que luego su esposo le explicó: un libro de las sagradas escrituras, una espada, un cuenco de arroz, una hoz y una rata muerta.

Al cabo de un tiempo, Negoy se levantó y fue rápido a abrazar a su madre. No se sabe qué reflexión hizo el niño, o que pensamiento obró en él a raíz de la visita de las cinco castas, pero cuando ella, su madre, le miró a los ojos, supo que algo había cambiado, que ya no era el mismo niño.

Y la visita del Sultán de Jumea y su hijo a la otra ciudad se propagó en rumores, comentándose en todas partes; algunos, en verdad muy pocos, aprendieron de la enseñanza, y durante mucho tiempo se le conoció a Ramán como Sartyanemán «el de las cinco castas».

martes, 18 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte VI

A medida que el hijo acompañaba a su padre acudían a él dos sentimientos contradictorios. Por un lado le conmovía el sufrimiento que padecía alguna de la gente que había conocido; sintió compasión y el ánimo se le ablandaba. Pero también, y al mismo tiempo, un desengaño naciente le abría los ojos a un mundo imperfecto, con claros tintes de odio, de recelo. Aborrecía la manera injusta en que las leyes del azar se le habían aparecido. Ese sistema, aquel que imponía una condición perpetua, no le parecía sino una negación de lo que él conocía, y, sin embargo, así de cruda se le presentó la vida por primera vez.
A cada paso que descubría el sufrimiento, un golpe de resignación actuaba en él, haciéndole amar menos el mundo y a sus semejantes. «¿Cómo será que odio y amo al ser humano cuando antes solo lo amaba?», pensaba, «¿pasará como con el higo, que a veces está amargo?» Pese a sus dudas, Negoy calló.
Padre e hijo continuaron por el sendero mientras la noche se hacía. Lo que había sido del alboroto diurno fue apaciguándose y los ruidos amainaron hasta que únicamente se escucharon los salpicares del río, que pasaba cerca. Cuando hubo oscurecido lo suficiente se prendieron las antorchas, y al cabo de un rato, como obedeciendo a un relevo estricto, se vio un grupo que se incorporaba al camino, casi arrastrándose.
—Son los Dalits, hijo —habló Ramán—, la casta que no es casta, los intocables.
Y como siguiendo a la palabra, se observaron algunos hombres que se salieron de la senda nada más ver al grupo. Negoy vio también cómo otras personas evitaban a toda costa tocarse con ellos, e incluso los había que se abstenían de pisar sus sombras. Pero nada de esto pareció importarles a ellos, a los parias, pues continuaban cabizbajos y con la mirada al suelo.

Cuando se acercaron a aquel grupo Negoy observó que eran cuatro. Uno de ellos, un hombre bajito que llevaba un palo de madera y un cubo vacío, dijo a Ramán:
—¿Qué clase de padre trae a su hijo a estas horas del camino, para que presencie la inmundicia? Nosotros, que salimos solamente de noche, lo hacemos pensando en la gente que así ha de vernos con menos frecuencia, y es más difícil que se mezclen nuestros alientos. Usted, que seguramente conoce que éste es nuestro paso, ¿no habría podido evitar esto yendo por otro sitio?

Negoy se fijo que su padre sopesaba las palabras, a la luz de las antorchas pudo distinguir, además de aquel hombre, a una mujer con un paño, a un niño que le faltaba un brazo y a un anciano con una jarra de agua, y que renqueaba fuertemente. Ramán contestó:
—Tanto mi hijo como yo hemos decidido venir voluntariamente a este lugar para encontraros a vosotros. Quiere conocer el sistema de castas, y hasta ahora hemos conocido a los Brahmanes, a los Chatrias, a los Vaishias y a los Shudras, ¿qué clase de padre sería si le vedase una parte de verdad a mi hijo?

El anciano miró a los demás, que estaban a sus espaldas, y cuando se volvió de nuevo le entregó el cubo a Negoy diciendo:
—Cómo queráis los dos, pero nosotros no somos ninguna casta, puesto que no hemos nacido de Brahma, sino del polvo.

Y así, Negoy fue el encargado de llevar el cubo, que luego descubrió que servía para llevar a los animales muertos que encontraban. Todo esto para mantener limpia la vía que otros utilizaban. El hombre que había hablado, junto con el niño, despegaba a los animales del suelo; la señora mayor pasaba el trapo húmedo, limpiándolo de la sangre reseca; el viejo se sintió aliviado cuando Ramán le cogió la jarra de agua. A menudo paraban, cuando el cubo esta lleno, y vertían los cadáveres al río. Esto duró hasta que amaneció, que Ramán y Negoy se despidieron de los parias y volvieron a casa. Cuando hubieron llegado, Negoy abrazó a su padre y lloró mucho rato, por el cansancio, por el asco de los cadáveres, por el miedo a la noche y por aquella gente que parecía no tener alma. Y lloró porque había comprendido.

martes, 11 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte V

…y para los Shudras están el trabajo físico y el servicio a los demás (Bhagavad-gita 18.44)

Desde que amaneciera los arrozales habían estado en continuo movimiento; hombres, mujeres y niños segaban, recolectaban, cargaban, en una agitación sin descanso. Desde lejos se asemejaban esas personas a una colmena de insectos atareados, por sus hoces diligentes, sus sacos cargados a la espalda, y sobretodo por aquellos rostros inexpresivos, callados y silenciosos.

Cuando Ramán y Negoy llegaron a media tarde apenas desviaron la mirada; cuando vieron que aquel hombre y su hijo se pusieron a trabajar junto a ellos ni siquiera cesaron en sus tareas. Mientras cargaba un saco, una señora les dijo:
—¿A qué habéis venido aquí?
—Queremos trabajar este campo como vosotros, por esta tarde.

Algunos que había cerca se volvieron ligeramente hacia ellos, pero aún con las manos ocupadas.
—¿Por qué? —dijo una muchacha no mucho mayor que Negoy.
—Quiero que mi hijo conozca la vida de los Shudras —contestó Ramán, y los demás callaron.

Y trabajaron toda la tarde, hasta que ya el sol les dejó por occidente, y la luz que hasta ahora les permitía trabajar la tierra les abandonó. Entonces se sentaron algunos sobre la paja y comieron algo.
Un hombre, después de haberse llevado algo de comida a la boca comenzó a hablar, mirando al suelo.
—Así que quieres ver cómo son los Shudras, niño. Nosotros, los que solo nacen una vez.

Varios de los que estaban de pie se sentaron, curiosos.
—Las castas superiores, la boca, los brazos y las piernas de Brahma, nacen cuando su madre les saca al mundo, y vuelven a nacer cuando se inician en su casta. Nosotros, los siervos y esclavos no tenemos ninguna categoría para ello. Nosotros, que somos la última casta, tenemos prohibido leer las santas escrituras, no nos es permitido tener ninguna propiedad, y hemos de exponer nuestra vida al capricho de las otras castas. No tenemos honor, ni integridad, ni derechos, ni puede mostrarse respeto por nosotros, pues así lo dicen las Leyes. Somos los pies de Brahma.

El hombre calló, los demás Shudras no dijeron nada. En sus caras se vio reflejada la amargura de quien recuerda de nuevo su propia desdicha, las palabras les habían hecho recordar lo mísero de su existencia.
Ramán, también afligido, acertó a preguntar:
—¿Has entendido esto Negoy?

Negoy, en su inocencia, en esa estancia breve que dura hasta que el entusiasmo de la vida desaparece, no pudo sino quedarse pensativo. Y vino a dar una respuesta, la respuesta más simple que a veces solo se encuentra en la cabeza de un niño.
—No lo he entendido padre —dijo, y varias caras se le volvieron —si me quitaran los pies yo no podría andar.

Algunos Shudras casi sonreían.

martes, 4 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte IV

Lahjsé era uno de los barrios de más confluencia de la zona. A todos lados, allá por donde se mirara, las gentes se aglutinaban, agolpándose en cualquiera de los puestos que hartaban la calle. Se escuchaba la algarabía de voces; palabras de compradores regateando el precio y palabras de vendedores alzándose a gritos por una oferta indigna. Entre este bullicio llevó Ramán a su hijo a la entrada de una caseta donde se vendía arroz cocinado; a la entrada una anciana rellenaba los cuencos y una niña los ofrecía y los cobraba.

—Señora —dijo Ramán a la anciana—, no tenemos con que pagarle, pero querríamos comer algo, tal vez si aceptase que la ayudásemos nos invitaría a un cuenco de arroz.

Luego de un tiempo observándoles, hizo un gesto de asentimiento, y mandó a Ramán a traer sacos de arroz y al hijo a que cobrase junto a la niña. Durante todo lo que restó de la mañana trabajaron sin descanso. Negoy, a cada cuenco que pasaba por sus manos, se le estremecía el estómago, estaba hambriento. Las lecciones de lucha le habían dado hambre, y para colmo, no cesaba de llegarle al olfato el aroma de las especias que la abuela echaba al arroz. Aún así no comió nada, comprendió que la comida no era suya, y además veía a la niña a su lado que tampoco lo hacía. Por otra parte, aprendió pronto el oficio, la niña le mostró como ofrecer la comida sin que el cliente se quemase y como se le daban bien los números al cabo de poco daba el cambio casi sin pensarlo. En un momento en que no había mucha gente le preguntó a la niña:
—¿Hasta cuando estáis así?
—¿Así cómo? —respondió la niña.
—Aquí, en esta tienda, vendiendo el arroz.
—No lo entiendo. Nosotros vendemos arroz, luego dormimos—dijo señalando unos sacos de paja y unas pieles.
—¿Y tus padres? —dijo Negoy algo confuso.
—Se fueron a recoger arroz al campo, vuelven a la noche.

El muchacho entendió que no hacían otra cosa en todo el día que vender arroz, y que gracias a ello podían comer todos los días. Se apenó un poco y le vinieron pensamientos de tristeza, pero algo le extrañó en la niña, estaba sonriendo. Vio sus dientecillos asomar alegres, y como los ojos se le achinaban un poco al hablarle, y quedó cautivado por esa sonrisa. Aquella ternura, que se veía en la niña, borraba de golpe el infortunio de toda una vida de trabajo. “Nunca he visto sonreír así” pensó Negoy.

Después de un rato la abuela dio comida a cada uno y se sentaron en lo mullido de las pieles del suelo. Mientras comían en silencio, Ramán observó como aquella niña y su hijo se miraban y reían cómplices. Al acabar de comer, mientras limpiaba los cuencos, Ramán le preguntó a Negoy:
—¿Verdad hijo, que es de admirar que esta gente, que para comer un poco de arroz trabaja todo el día, nos haya dado a nosotros la misma ración, cuando solo hemos trabajado la mitad?
—Si, padre.
—Esta gente —continuó Ramán— que forma parte de la casta de los Vaishias, que no recibe lisonjas por eruditos como los Brahmanes, ni alabanzas de guerra, como los guerreros, pero que día a día, merced a su esfuerzo, sobrevive en el anonimato; ¿crees que son los Brahmanes más dignos de ser amigos tuyos?
—No padre, he visto sonreír a esta niña como a ningún Brahmán.
Tras la despedida y el agradecimiento, padre e hijo reanudaron el camino, Negoy se despidió de su amiga y no paró de recordar su sonrisa todo el camino.