miércoles, 18 de agosto de 2010

Cuando descansa el elefante

Bajo una noche de ópera espacial, un convoy marcha, híbrido de ensueños, sobre un camino de hojas de otoño. Marchan al ritmo lento de un paso por semana, aquellos, los que fueron testigos del baile de los planetas, del lloro de los ángeles, de la supervivencia de un árbol. Marchan payasos alcohólicos, gentes de la India, suicidas estilitas, asistentes de Hara-Kiri; marchan también iluminados, señoras sin reverso, hombres infortunados, y niñas en busca de huellas; marchan todos ellos a lomos de un elefante, aquél que no adivinaron los cuatro sabios.

Sobre sus espaldas, el gigante los acuna, y su paso los mece. Miles de personas se agolpan, confundiéndose en una masa abigarrada; un escritor de ciencia ficción abraza una máquina de escribir, un pescador japonés enseña el oficio a su hijo, un joven actor bebe vino en una bañera, hay también un loco y una niña que envejece de súbito. Un gato se pasea entre las piernas de todos, enigmático, y otra niña con un globo se entretiene buscándolo.

Entre los breves espacios huecos se adivinan, desperdigados, aquí un libro, allí un paraguas roto, más allá un jersey, o tal vez dos calcetines. Arriba, surcan el cielo los aleteos de unas palomas bien alimentadas, y se escuchan sonidos urbanos: un estornudo, un lloro compartido, la tonada de un reloj suizo.

En el camino también, próximas al animal, caminan las personas que lo alentaron a tomar el viaje, aquellas cuyas palabras le infunden fuerza, y a ellas les agradece en silencio con sus ojos antiguos.

Entonces ocurre, justo después de un año desde que iniciaran el viaje, que el elefante recuesta sus patas, hace un alto en el camino, y descansa. El elefante descansa.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Hombre dando de comer caviar a las palomas

Si Emilio comía en el ascensor, se afeitaba tumbado en la cama y guardaba la cartera y las llaves en una bandeja de la nevera, se debía a que, ya desde pequeño, sufría la terrible necesidad de hacer cosas que no hiciese nadie más. Cualquier acción que se asemejase a la de otra persona le enfermaba hasta tal punto que el afán de la exclusividad le llevaba a tener comportamientos cada vez más extraordinarios. Así, en el colegio se presentaron los primeros síntomas de este trastorno; a los doce años quiso llevar corbata y mocasines, cuando a esa edad sus compañeros lucían sus primeras deportivas y se llevaban las sudaderas con capucha. Y mientras en el recreo se jugaba a fútbol o a la comba, el pequeño Emilio se inventó un juego donde se tenía que jugar al fútbol mientras se saltaba a la comba, pero entonces otros comenzaron a interesarse y él dejó de jugar.
Fue conocido en su instituto mayormente por su afición a leerse los libros al revés y por escribir con las dos manos de forma alterna, un párrafo con cada una; así no pertenecía al grupo de los zurdos ni de los diestros.

Más tarde, a medida que fue creciendo, lo hicieron también sus manías; son muy conocidas en su vecindario las rarezas que representaba muy a menudo: le habían visto batir huevos en la parada del autobús, pasear un centollo, lavarse los dientes en una cabina telefónica, y tocar una guitarra sin cuerdas con un letrero que decía «la música se lleva por dentro». Y luego estaba su apariencia. Ya llevaba pajarita con chándal, o combinaba colores imposibles, o usaba zapatos de distinto juego, o llevaba media cara con barba y la otra media afeitada. Era un hombre con insaciable curiosidad, y en todos sus quehaceres buscaba siempre la oportunidad para crear algo nuevo.
Nunca aprendió a conducir, ni cogía el transporte público. Cuando se disponía a salir a la calle, lo hacía siempre a horas poco comunes y por calles poco concurridas.
Había despertado en sus vecinos una curiosidad morbosa, y a cada vez que salía de casa las mirillas se copaban con ojos ávidos de cualquier cosa estrafalaria. Y siempre las había. Unas veces Emilio, que vivía en un quinto, subía los escalones de espaldas, otras, utilizaba de forma alterna el ascensor y la escalera, así pues, subía un piso andando y el otro en ascensor. Otras veces se santiguaba en cada rellano, o recitaba poesía, correspondiendo a verso por escalón. De todas formas no le gustaba tampoco repetir sus propias excentricidades.

No conocí a nadie igual, tan en constante huída de las costumbres y de la práctica común, tan distante del comedimiento y de las normas. Emilio era así, pero no lo empujaba a ello un afán de destacar, ni siquiera se trataba de una protesta contra el sistema. Simplemente adolecía de una enfermedad aún no catalogada, que le obligaba a romper en todo momento con los condicionamientos sociales. Esto era cierto hasta tal punto que si, por ejemplo, en el supermercado se sentía actuar igual que los demás por llevar carro, le invadía una náusea, y entonces se deshacía del carro al instante y cargaba los productos, que se yo, metidos en calcetines. El problema que Emilio tenía era este, que por su condición de trasgresor exacerbado, sufría una desazón cuando en ocasiones no tenía más remedio que actuar según la mayoría.

La primera vez que lo vi estaba sentado en el banco de un parque, dando de comer a las palomas, y les daba caviar. Meticulosamente acercaba una cuchara a la bandada y, unas más tímidas otras más enérgicas, todas iban a picotear las huevas. Me senté al lado, con el leve apercibimiento de que había algo de arte en todo aquello.
Le dije:
— ¿Por qué das caviar a las palomas?

El hombre no habló en algún tiempo, y cuando lo hizo, me miró a los zapatos de forma que parecía que les hablaba a ellos:
— Gente que les de pan ya hay mucha.

Y luego me sonrió, bueno, no a mí, a mis zapatos, de una forma un tanto pícara, pero sin maldad. Más allá de su enfermedad, y esto solo lo sospecho, sentía un cierto regocijo al dejar perplejos a los que eran testigos de sus acciones.

Emilio murió como muere todo el mundo, eso no pudo evitarlo. En cambio si dejó escrito que alguien, quien fuera, mezclase sus cenizas con pintura y dibujase un cuadro. Resultó un cuadro famosísimo, y hay quienes le pusieron cifras altísimas para un cuadro así, pero era enigmáticamente bello, decían. En él aparecía un hombre sentado en un banco de un parque que daba caviar a las palomas. Yo lo pinté.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Hojas de otoño

La vieja gitana vaticinó, sin decírselo:
— Morirá cuando beba agua mientras suene Hojas de otoño dentro de un coche.

En sus horas de conducción, durante los setenta y siete años de vida que tenía, había bebido ciento siete veces, y escuchó aquella canción unas treinta y cinco, pero que se diera el caso de que coincidieran ambas, y dentro de un coche, solo ocurrió una. Aquel día, un vehículo, sin conocer nadie las circunstancias, se metía en dirección contraria.

miércoles, 28 de julio de 2010

Un día en ABCD

Amanece, bostezo y chirria el despertador, agarro la bata y camino a la ducha. Me afeito y bebo café para desperezarme. En el armario busco una corbata decente y mi atuendo. Bajo a la cocina aun dormido, me arreglo un bol de cereales y desayuno.

Afuera, mi bólido; un coche en desuso, con abolladuras y bastante cascado. Dentro, me abrocho la banda del cinturón y después arranco. Bordeo la carretera que se desvía a la autopista y bajo a la ciudad.

Después de aparcar, ya en el banco, camino directo al ascensor, busco al capataz y me dice que analice los balances. Cierro mi despacho y aguardo al bocadillo de chorizo del descanso, algo buenísimo. Cuando me dispongo a acabar los balances, me comunican el despido. Aguanto el berrinche que el capataz me dedica, me atuso la barba y creo decir o apenas balbucear un “cállate”. Me deshago de algunos bártulos, y en una caja deposito unos archivos, bolígrafos, el celo y los dibujos de mi ahijada.

Bajo al coche y me dirijo abatido al bar más cercano. Después de acercarme a la barra, el camarero me dispensa alcohol y bebo. Unas cervezas después, y algo beodo, conduzco en dirección al apartamento. Los botes de la carretera me deprimen más, y acelero bruscamente. Curva a la derecha, adelanto a una bici, continúo dándole al acelerador, un bache, curva, más deprisa, y me abalanzo a un barranco.

Cuando despierto, amanece. Hay bacalao para comer, dice Ana. Basta su contacto para darme ánimo, me besa en la cabeza y me da agua. Bebo con cuidado y despacio. El accidente…barranco… me caí, le digo. Acabaste bien, contesta, descansa.

Ahora bendeciré cada día.

miércoles, 21 de julio de 2010

Al lloro de los descreídos

El Señor expira, muerto por hermosas manos
Celestes brazos retuercen su garganta dura
Criaturas aladas, ángeles matadores
Y se pierde en el cielo la buenaventura.

Son los hijos de la fe perdida, que ahora mudan
Son los huérfanos de Dios que a medrar empiezan
Son los querubines parricidas que despiertan
Y que ahora se burlan de los hombres cuando rezan.

Se disponen ellos a despoblar las alturas
Hatillo al hombro y con las alas desplumadas
Van a caer a la tierra, nacidos de nuevo
Con manos desnudas y creencias olvidadas.

Y deambulan por las calles sin ningún cobijo
Perdidos desertores, dejando atrás un hogar
El óbito divino les llega, alicaídos,
Cuanto de fe hubo en ellos, ya no la habrá más.

Arcángel que te emborrachas en los bulevares
Bebes, y bebes para borrar la vieja gloria
Con las canciones muertas de tristes exiliados
Ahora sufre el cuerpo, ahora sufre la memoria.

Cuando ya pasan los días desde que te fueras
Y percibes del alma los primeros barridos
Sientes caer, a tu carne, una nube de plomo
Y a ahogarte vas al lloro de los descreídos.

miércoles, 14 de julio de 2010

Baños de humo y Jazz

Cuatro paredes, un techo, un suelo, y nada más.
Aún así, de este habitáculo, que cualquiera podría juzgar de insignificante, puede aflorar la vivencia de millones de atardeceres, de miles de olas de mar, de cientos de montañas. Una hora, música de jazz de una cinta antigua, una vela, un puro, vino, mi hermano en la bañera pueden superar estos segundos a montones de años de existencia humana. No es que se de la genialidad, solo que tan caprichosa es la numinosa voluntad del arte y de lo bello, que bien pudiera darse aquí, tanto como en el despacho de una gran eminencia, o en la acera de enfrente, o en varios sitios a la vez.

La vieja cadena de música escupe ondas, que son música, que rebotan de las paredes a nosotros. Nunca será igual la música, ésta que ahora se agolpa a nuestro alrededor, muere en el preciso momento en el que la escuchamos; nosotros, al escucharla también lo hacemos, morir. ¿Por qué temer la muerte entonces si es lo único que nos inclina a la vida?

Así, como no pueden despertar los que no duermen, la muerte nos hace entrega de la exquisitez del instante, de la culminación del momento único; los segundos lánguidos, minutos perecederos horas moribundas, días que se extinguen y vidas que tiemblan y se apagan con la idéntica celeridad de una vela. Nuestros ecos se reducen a sombras chinescas en la pared, entonces la muerte es nuestra mejor aliada. A nada debemos de temer más que a la inmortalidad, tonto de Aquiles que reniega de Tánatos y sus encantos; pero ella es benévola con todos y hasta él fue conocedor de sus favores divinos.

Muera el hombre y su vida habrá sido engendro de la virtud de existir, quede con vida y se habrá creado el lastre de sus propios actos, terminando arrastrado de las repetidas existencias, e inmune al apoteósico final, del cual se quedará sin tomar parte. Al tenerlo todo, no tendrá nada.

Y la genialidad se dará siempre allí donde haya un momento que se extinga; con un hermano, con vino, un puro, una vela, una cinta antigua de jazz, un suelo, un techo, cuatro paredes.

miércoles, 7 de julio de 2010

Oda a una ventana

Tú, mujer de madera, de hierro, o simple hueco en el muro, que recoges en tus dimensiones lo luminoso y lo triste, lo oscuro y lo frío, o lo pálido de un horizonte. Es algo simbólico que tú existas, abres al hombre a sí mismo. A ti te hablo, agujero, y a los muchos otros que como tú han de cumplir esto mismo: ventanas de todas las partes del mundo, de una infinidad de formas y estaturas, aquellas de pisos bajos o las de los altos edificios, esféricas, altas, estrechas, contiguas unas a otras o fronterizas, de alféizares desemejantes, con vistas a un árbol, o a una calle estrecha.

Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también un hálito de vida; cuando de entre su inerte cristalera se cuelan, surcando la entraña, una brisa agradable o quizá unas gotas de agua.

Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también una muchacha que se maquilla la cara; es curioso como al solaz de la jornada el rostro se le adorna por momentos, o una mujer coqueta; tan rápido se viste y desviste de los cielos distintos como se engalana con los danzarines toldos de otras casas, o el agitarse de unos árboles o un pasar de palomas.

Una ventana puede ser solamente una ventana, pero puede ser también pintura en movimiento; como una lienzo que todo lo reproduce, y en cuyos trazos se dibuja un paisaje infinito, de la misma forma que un fotograma es inacabable o una mirada incompleta.

A ti te hablo, que eres nacida de un surco entre paredes, tú, hija de mil cuadros, mujer presumida con pelo de cortina, ventana de noche o de día, que ya eres lumbrera de madrugada o portillo nocturno, a donde van a maullar los gatos. Ya acunes en tu fondo un campo tranquilo o agites en tu fuero una ciudad bulliciosa, a ti te escribo escaparate de vida, ventana de todas las horas, y que a través tuyo he visto crecer el mundo.

Como quiera que sea tu nombre, ventanuco, tragaluz, claraboya, mirador, me imagino cuanta gente estará ahora mismo asomada. Si alguna vez quiero sentirme libre, solo tengo que mirar una ventana.

miércoles, 30 de junio de 2010

Cuando hierve la tinta

Un pensamiento, de espíritu inquieto, caracolea vertiginoso por entre las redes mentales de uno. Lo hace desde el subconsciente y de un modo tal que arrastra consigo otros pensamientos afines hasta que tiene lugar un golpe repentino de algo que tarda en apreciarse, un coletazo de inventiva, y entonces sucede que se incuba una idea.
Es el mal del escritor.

Puede sufrirlo a cualquiera que sea la hora, en el más insospechado de los lugares; venirle los padecimientos una tarde en el cine, o en el desayuno de la mañana, e incluso cuando está dormido. Es en ese momento en que se siente bullir despabilado un brote de ingenio, como si algo corrosivo surcase los entresijos del cerebro; cuando se nota pugnar las palabras por salir al exterior es que tienen que ser escritas. Y te muerden si no lo haces.
Se sufre el ataque de una insistente corriente de asociaciones, las expresiones se agolpan a punto de estallar en la boca, y un punzante bolígrafo se adhiere raudo a la mano. Las piernas, autómatas, se orientan al escritorio, la silla se agarra el cuerpo, los brazos se predisponen, la vista se lanza al folio en blanco. Imposible conciliar el sueño, todo lo demás está fuera de lugar. La ilusión lo absorbe a uno y la idea deja de ser suya, ahora es él el que pertenece a la idea.
En breve, y de forma acuciante, se advierte el deslizarse de letras caprichosas, trazos agresivos que roen el papel hasta deslustrar lo blanco y convertirlo en un sinnúmero de rayas de tinta. La mano agitada anotará frases que ni siquiera se habían pensado y palabras que ni se recordaban aprendidas. Y unas pulsiones desconocedoras harán mella en lo oculto de cada uno, todo mientras dure el delirio. Amigo, entonces se estará rasgando el Velo de Maya, porque no escribe uno, sino el otro.

Cuando tiene lugar el fin del sortilegio uno se despierta como de una borrachera. Siente jaqueca, le duele el cuerpo, le cuesta reincorporarse al mundo de lo físico, y descubre ante sus ojos una pila de hojas manchadas.

miércoles, 23 de junio de 2010

Todos los hombres con bigote

Desde el sueño más profundo, mi cuerpo entumecido se despertó. Ni siquiera supe cuanto había dormido. Dejé poco a poco que mis brazos y piernas revivieran, un hormigueo me delató que estaban volviendo de mi lado, del lado de la consciencia. Mi mente, en cambio, parecía resistirse al estímulo, como si un influjo le animase al adormecimiento.

Atravesé las estancias de mi casa hasta la cocina, quise preparar café pero no pudo encontrarlo. Abrí la nevera y comprobé confuso que unas latas que nunca había visto ocupaban todas las bandejas; parecían de bebida, cogí una y la probé, no sabía a nada. Aún adormilado eché un vistazo al salón y lo encontré raro. Sospeché entonces que no era yo que estaba aturdido, algo había de extraño en lo que me rodeaba. Como si alguna cosa no encajase. Todo estaba en su sitio, sin embargo… Entonces me senté en el sofá y encendí el televisor.
La primera imagen era la de una mujer, atractiva; vestía de un rojo pálido, tenía el pelo negro y lo llevaba recogido por una coleta, los labios los tenía pintados del mismo rojo del vestido y sus ojos eran marrones. Hablaba del tiempo. Cambié de canal, la misma mujer aparecía ahora anunciando un coche, un deportivo blanco. Llevaba el mismo vestido y tenía el pelo igual de recogido, como si no hubiese pasado un minuto entra una grabación y otra. Cambié otra vez de canal, volví a cambiar, y así muchas veces. En todos, uno tras otro, sin excepción, aparecía la misma mujer como duplicada por las ondas televisivas, siempre estaba ella.
Sin ni siquiera apagar el aparato me incorporé del sofá y me dirigí a donde unos cuadros de la pared me llamaron la atención. Tenían algo de familiar, pero a su vez, también los encontré desconocidos. Me sorprendió que uno de ellos fuera de aquella misma mujer, la de la televisión. El otro, aún más desconcertante, se trataba del retrato de un hombre de rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Tenía el pelo corto, castaño, llevaba traje negro y corbata gris, y lucía un arreglado bigote. Un buen rato pasé mirando aquel rostro hasta que una voz, venida de algún rincón de la casa, me sacó de la abstracción, una voz de mujer.
—¿Por qué has encendido mis canales? —se escuchó.

Fui instintivamente a dónde la televisión, y allí me la encontré, a ella, siempre a esa misma mujer, pero esta vez en persona, en mi propia casa. Volvió su rostro hacia mí, esperando una respuesta mía que no llegó. Solamente me limité a mirarla con tanta fijeza como me era posible, como si esperase a que en cualquier momento se desvaneciera. Pero no lo hizo. Después de unos segundos de silencio ella cogió el mando y apagó el televisor.
—Sabes de sobra que tu mando es el azul —dijo.

Luego se dio la vuelta, y se internó en alguna de las habitaciones de la casa. ¿Qué estaba ocurriendo?, pensé. Todo aquello se ofrecía ante mí con una atmósfera ambigua. En parte reconocía mi casa, reconocía los muebles y creía reconocerla a ella, pero solo en parte. También parecía ser todo nuevo y desconocido, ajeno a mí, e irreconocible en tanto que a ratos me parecía estar en alguna otra casa. Algo aturdido me senté de nuevo en el sofá. Vi que sobre la mesa había un mando azul, y le di al botón de encender. Casi parecía la misma programación, los decorados, la música, las palabras, solo que en lugar de la mujer aparecía el hombre del cuadro, justo igual en apariencia. Como había sucedido con la mujer, él también ocupaba todas las sintonías, hablando de política o deportes o dando clases de gimnasia. Eso si, siempre de traje.
No puede ser, me dije a mí mismo, algo enfurecido. Entonces levantándome de golpe, me apresuré a salir de la casa, hacia las escaleras. Mientras bajaba, ni sabía cuantos pisos tendría que bajar, me preguntaba si lo que sucedía no podía ser un mal sueño, y en realidad estaba aún en la cama durmiendo. Pero en el fondo sabía que no.

Salí a la calle, a una avenida ancha, y tuve que andar unos metros hasta que quise darme cuenta de lo que ocurría. Todo era lo mismo.
A izquierda y derecha, todo el paisaje parecía ser una clonación de sí mismo. Las mujeres que transitaban eran todas esa mujer, y con los hombres pasaba igual.
También los edificios, de idéntico color y proporciones, y los coches, el mismo deportivo blanco del anuncio. Asimismo los balcones, los establecimientos, farolas, fuentes, adoquines, iguales hasta el último detalle. Caminé despacio y mirándolo todo, escrutando cada porción de imagen por si aparecía algo desigual, ansioso por encontrar a una mujer de azul, un hombre sin corbata, o un coche verde. Pero nada, centenares de siluetas copiadas unas de otras seguían su paso, inalterados; las mujeres de rojo, y todos los hombres con bigote.
Después de mucho caminar me detuve ante uno de los escaparates y me quedé atónito. Desde el reflejo sobre el cristal me llegó mi propia imagen, la misma de todas, aquella del cuadro y de la televisión, aquella que se contaba por millares en las calles; un rostro frío, de nariz curva y mirada inquieta. Un hombre de pelo corto y castaño, de traje negro y corbata gris, y con un arreglado bigote. No supe entonces si pensar que toda la demás gente se había vuelto como yo, o yo me había vuelto como ellos.

miércoles, 16 de junio de 2010

Diccionario patético

Hoy, unas idioteces.

Rastsafari: Recorrido por la estepa africana exclusivo para gente con rastas.
Calentines: Calcetines que calientan.
Ciclopedia: Enciclopedia para gigantes de un solo ojo.
Surfnormal: Alguien idiota que practica surf.
Astrohúngaro: Sol de Hungría.
Caravana: Rostro que no dice nada.
Cableado: Chino con enfado.
¡Ay, mi arma!: Expresión que utiliza un soldado andaluz para dirigirse a su rifle.
Table Dance: Lugar donde las mesas bailan.
Agua-cero: Cuando no llueve nada, sequía total.
Extintor: Alguien que en otro tiempo vendía tinta.
Enchufa: Corriente de alimentación que sirve para hacer horchata.
Pordioseros: Gente desprovista de erotismo, de ahí la súplica a los dioses “¡Por Dios, Eros!”
Manifiesta: Ocasión de celebración y jolgorio para las manos.
Menoscabar: Ahondar en la tierra en menor grado.
Fraudulento: Estafa que tarda mucho en ejecutarse.
Shiva: Diosa del impuesto sobre el valor añadido.

martes, 8 de junio de 2010

Los Nuevos Estilitas

Casi lo he logrado. Acabo de trasladarme a mi nuevo apartamento. Es un séptimo piso.
Es pequeño, la pintura de las paredes está desgastada, hay humedades en el techo, algunas bombillas están fundidas, huele mal y no está amueblado, pero no me importa, no pienso quedarme mucho.

Hace tiempo que no estaba solo. Me siento en una silla polvorienta y leo el periódico; esta mañana han ingresado a otras tres personas por lo mismo, y anteayer murió otra más, todas en esta misma ciudad. «Es nada menos que alarmante el incremento de los llamados Nuevos Estilitas» leo en el titular, «…seguramente debido a un rechazo cada vez más pronunciado hacia la sociedad» Otros diagnósticos aparecen en el artículo: alienación grave, falta de identificación con su entorno, desencanto general, autoflagelación.
Igual todos son ciertos.

El resto del periódico no me interesa y lo dejo en el suelo. Pienso en que esto no es nuevo, la historia siempre las ha tenido: personas que sufren por voluntad propia. Existen, sean cuales sean los motivos, por espectáculo, por fama, por placer, por creencias religiosas, por una protesta o por dinero.

Houdini, al que sus retos le valieron la fama mundial, murió de peritonitis a causa de que un tipo le golpeara, de forma pactada, para comprobar su resistencia; “Cannonball” Richard detenía balas de cañón con su abdomen; Alvin “Shipwreck” Nelly estuvo sentado cuarenta y nueve días en el asta de una bandera, y Annie Taylor, una profesora de sesenta años, cruzó las cataratas del Niágara metida en un barril. Los hay que por devoción, se acuchillan el cuerpo o se aporrean la cabeza.
Simeón, llamado “el estilita”, pasó treinta y siete años viviendo sobre una columna, como penitencia. Luego, otros de su mismo tiempo le imitaron.
Ahora, mucho tiempo después, existe un grupo de gente, los Nuevos Estilitas, y según las noticias cada vez en mayor número. El “método”, muy sencillo; uno empieza tirándose desde un primer piso, una vez conseguido tiene que tirarse de un segundo piso, luego de un tercero, y así hasta donde cada uno pueda.

Algunos han dicho que es un suicidio camuflado. Estoy de acuerdo. Pero encuentro que hay algo bello en eso; no tan solo como una forma de pronunciarse en un mundo que no escucha; sino como algo exclusivamente nuestro, del ser humano, nuestro sufrimiento voluntario; un oso nunca metería la pata en un cepo aposta. Es un reto como el de Simeón, o como el de Cristo cuando se internó en el desierto.

Me levanto de la silla; después de años de rehabilitación las piernas aún me flaquean un poco, pero puedo avanzar unos pasos, los suficientes hasta el balcón. Soy Samuel, uno de los Nuevos Estilitas; quizá bata un record dentro de unos minutos, quizá mañana salga mi nombre en las esquelas. Todo lo demás no me importa.

miércoles, 2 de junio de 2010

Bohsumán «el de la muerte dulce»

A la edad de treinta y siete años, después de quince como sultán de Jumea, Ramán se estaba muriendo. Durante las tres semanas que venía padeciendo lo que los más entendidos hablaban de algo intratable, su hijo y esposa, a los pies de su cama, le habían visto consumirse el cuerpo, y abandonarse al lecho, sin fuerzas y apenas sin aliento, en una de las estancias de palacio.
Cuando la fiebre le daba tregua, el enfermo podía escuchar de fondo cómo la gente, su pueblo, se arremolinaba en torno a la casa, suplicando a los dioses que se recuperara. Un día dijo:
—Falta poco ya para morirme, querría aprovechar este tiempo.

Y así, uno de los días pidió Ramán ver a sus animales, a los que habló y acarició efusivamente; al siguiente quiso saludar a aquellos que habían venido a verle, y recibió todo tipo de dádivas y agradecimientos; al otro lo pasó con su esposa, y se bañaron juntos y se rociaron esencias y aceites, y compartieron lecho; al cuarto día quiso que le dejaran solo, y no se le vio hacer nada, salvo murmurar para sí, con los ojos cerrados.
Al quinto llamó a Negoy, que entonces contaba ya con veinte años, para que le acompañase en sus aposentos. Toda la mañana estuvieron juntos, aunque no se hablaron; cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Tan solo a veces se miraban el uno al otro, cuando el hijo le llevaba al padre un vaso de agua, o algo de comida.
Cuando ya atardecía, se acercó el hijo a donde yacía tumbado Ramán.
—Sabes papá,—le dijo, mientras miraba a la gente por la ventana—, la tuya va a ser una muerte recordada.
—Toda esa gente de fuera —continuó hablando Negoy— tiene algo que agradecerte, así que entiendo que no soy el único que pierde un padre. Has sido muy fuerte, y creo que ahora te preocupa irte por lo que pueda pasarnos a los tuyos sin tí. Pero créeme, no has podido hacerlo mejor, te vas con una nación que te quiere, una esposa que te ama y un hijo que te adora. Gracias.

Entonces Negoy puso la mano en la frente de su padre, y a la vez que esbozaba una sonrisa, le dijo:
—Puedes irte padre, pues ya has cumplido, y la tuya será una muerte dulce.

Ramán sonrió también, y se entrevió un destello en sus ojos.
—Entonces recuerdas lo que dije a los elefantes… te quiero, hijo.

Y así Ramán abandonó el mundo, y el pueblo le lloró durante un tiempo, recordándole, gracias al relato de Negoy, con el último de sus nombres, Bohsumán «el de la muerte dulce».

martes, 25 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte VII

Nendhala, la esposa de Ramán, supo que él y su hijo habían regresado cuando, desde la habitación contigua a donde ella dormía, escuchó a Negoy romper en llanto. Al escuchar a su hijo llorar como no lo hiciera nunca, su primer instinto, el más fuerte de cuantos una madre pueda poseer, la empujó a levantarse y consolar al pequeño, pero entonces recordó que ella y Ramán lo habían hablado:
—A la vuelta nuestro hijo llorará —le había dicho un día antes—, pero habremos de dejar que lo haga en solitario.

El poco rato se presentó Ramán en la habitación y le contó su viaje con Negoy, y los dos pasaron la noche en vela, escuchando los sollozos de su hijo, hasta que al final éste se durmió.

Al día siguiente se despertó ella, y una vez se hubo lavado y vestido, fue a donde su hijo y lo encontró sentado en el suelo, las piernas cruzadas y los ojos cerrados.
—Es el Padsnem —pensó ella—, su primer recogimiento.
Y vio también que junto a él, también en el suelo, destacaban cinco objetos que luego su esposo le explicó: un libro de las sagradas escrituras, una espada, un cuenco de arroz, una hoz y una rata muerta.

Al cabo de un tiempo, Negoy se levantó y fue rápido a abrazar a su madre. No se sabe qué reflexión hizo el niño, o que pensamiento obró en él a raíz de la visita de las cinco castas, pero cuando ella, su madre, le miró a los ojos, supo que algo había cambiado, que ya no era el mismo niño.

Y la visita del Sultán de Jumea y su hijo a la otra ciudad se propagó en rumores, comentándose en todas partes; algunos, en verdad muy pocos, aprendieron de la enseñanza, y durante mucho tiempo se le conoció a Ramán como Sartyanemán «el de las cinco castas».

martes, 18 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte VI

A medida que el hijo acompañaba a su padre acudían a él dos sentimientos contradictorios. Por un lado le conmovía el sufrimiento que padecía alguna de la gente que había conocido; sintió compasión y el ánimo se le ablandaba. Pero también, y al mismo tiempo, un desengaño naciente le abría los ojos a un mundo imperfecto, con claros tintes de odio, de recelo. Aborrecía la manera injusta en que las leyes del azar se le habían aparecido. Ese sistema, aquel que imponía una condición perpetua, no le parecía sino una negación de lo que él conocía, y, sin embargo, así de cruda se le presentó la vida por primera vez.
A cada paso que descubría el sufrimiento, un golpe de resignación actuaba en él, haciéndole amar menos el mundo y a sus semejantes. «¿Cómo será que odio y amo al ser humano cuando antes solo lo amaba?», pensaba, «¿pasará como con el higo, que a veces está amargo?» Pese a sus dudas, Negoy calló.
Padre e hijo continuaron por el sendero mientras la noche se hacía. Lo que había sido del alboroto diurno fue apaciguándose y los ruidos amainaron hasta que únicamente se escucharon los salpicares del río, que pasaba cerca. Cuando hubo oscurecido lo suficiente se prendieron las antorchas, y al cabo de un rato, como obedeciendo a un relevo estricto, se vio un grupo que se incorporaba al camino, casi arrastrándose.
—Son los Dalits, hijo —habló Ramán—, la casta que no es casta, los intocables.
Y como siguiendo a la palabra, se observaron algunos hombres que se salieron de la senda nada más ver al grupo. Negoy vio también cómo otras personas evitaban a toda costa tocarse con ellos, e incluso los había que se abstenían de pisar sus sombras. Pero nada de esto pareció importarles a ellos, a los parias, pues continuaban cabizbajos y con la mirada al suelo.

Cuando se acercaron a aquel grupo Negoy observó que eran cuatro. Uno de ellos, un hombre bajito que llevaba un palo de madera y un cubo vacío, dijo a Ramán:
—¿Qué clase de padre trae a su hijo a estas horas del camino, para que presencie la inmundicia? Nosotros, que salimos solamente de noche, lo hacemos pensando en la gente que así ha de vernos con menos frecuencia, y es más difícil que se mezclen nuestros alientos. Usted, que seguramente conoce que éste es nuestro paso, ¿no habría podido evitar esto yendo por otro sitio?

Negoy se fijo que su padre sopesaba las palabras, a la luz de las antorchas pudo distinguir, además de aquel hombre, a una mujer con un paño, a un niño que le faltaba un brazo y a un anciano con una jarra de agua, y que renqueaba fuertemente. Ramán contestó:
—Tanto mi hijo como yo hemos decidido venir voluntariamente a este lugar para encontraros a vosotros. Quiere conocer el sistema de castas, y hasta ahora hemos conocido a los Brahmanes, a los Chatrias, a los Vaishias y a los Shudras, ¿qué clase de padre sería si le vedase una parte de verdad a mi hijo?

El anciano miró a los demás, que estaban a sus espaldas, y cuando se volvió de nuevo le entregó el cubo a Negoy diciendo:
—Cómo queráis los dos, pero nosotros no somos ninguna casta, puesto que no hemos nacido de Brahma, sino del polvo.

Y así, Negoy fue el encargado de llevar el cubo, que luego descubrió que servía para llevar a los animales muertos que encontraban. Todo esto para mantener limpia la vía que otros utilizaban. El hombre que había hablado, junto con el niño, despegaba a los animales del suelo; la señora mayor pasaba el trapo húmedo, limpiándolo de la sangre reseca; el viejo se sintió aliviado cuando Ramán le cogió la jarra de agua. A menudo paraban, cuando el cubo esta lleno, y vertían los cadáveres al río. Esto duró hasta que amaneció, que Ramán y Negoy se despidieron de los parias y volvieron a casa. Cuando hubieron llegado, Negoy abrazó a su padre y lloró mucho rato, por el cansancio, por el asco de los cadáveres, por el miedo a la noche y por aquella gente que parecía no tener alma. Y lloró porque había comprendido.

martes, 11 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte V

…y para los Shudras están el trabajo físico y el servicio a los demás (Bhagavad-gita 18.44)

Desde que amaneciera los arrozales habían estado en continuo movimiento; hombres, mujeres y niños segaban, recolectaban, cargaban, en una agitación sin descanso. Desde lejos se asemejaban esas personas a una colmena de insectos atareados, por sus hoces diligentes, sus sacos cargados a la espalda, y sobretodo por aquellos rostros inexpresivos, callados y silenciosos.

Cuando Ramán y Negoy llegaron a media tarde apenas desviaron la mirada; cuando vieron que aquel hombre y su hijo se pusieron a trabajar junto a ellos ni siquiera cesaron en sus tareas. Mientras cargaba un saco, una señora les dijo:
—¿A qué habéis venido aquí?
—Queremos trabajar este campo como vosotros, por esta tarde.

Algunos que había cerca se volvieron ligeramente hacia ellos, pero aún con las manos ocupadas.
—¿Por qué? —dijo una muchacha no mucho mayor que Negoy.
—Quiero que mi hijo conozca la vida de los Shudras —contestó Ramán, y los demás callaron.

Y trabajaron toda la tarde, hasta que ya el sol les dejó por occidente, y la luz que hasta ahora les permitía trabajar la tierra les abandonó. Entonces se sentaron algunos sobre la paja y comieron algo.
Un hombre, después de haberse llevado algo de comida a la boca comenzó a hablar, mirando al suelo.
—Así que quieres ver cómo son los Shudras, niño. Nosotros, los que solo nacen una vez.

Varios de los que estaban de pie se sentaron, curiosos.
—Las castas superiores, la boca, los brazos y las piernas de Brahma, nacen cuando su madre les saca al mundo, y vuelven a nacer cuando se inician en su casta. Nosotros, los siervos y esclavos no tenemos ninguna categoría para ello. Nosotros, que somos la última casta, tenemos prohibido leer las santas escrituras, no nos es permitido tener ninguna propiedad, y hemos de exponer nuestra vida al capricho de las otras castas. No tenemos honor, ni integridad, ni derechos, ni puede mostrarse respeto por nosotros, pues así lo dicen las Leyes. Somos los pies de Brahma.

El hombre calló, los demás Shudras no dijeron nada. En sus caras se vio reflejada la amargura de quien recuerda de nuevo su propia desdicha, las palabras les habían hecho recordar lo mísero de su existencia.
Ramán, también afligido, acertó a preguntar:
—¿Has entendido esto Negoy?

Negoy, en su inocencia, en esa estancia breve que dura hasta que el entusiasmo de la vida desaparece, no pudo sino quedarse pensativo. Y vino a dar una respuesta, la respuesta más simple que a veces solo se encuentra en la cabeza de un niño.
—No lo he entendido padre —dijo, y varias caras se le volvieron —si me quitaran los pies yo no podría andar.

Algunos Shudras casi sonreían.

martes, 4 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte IV

Lahjsé era uno de los barrios de más confluencia de la zona. A todos lados, allá por donde se mirara, las gentes se aglutinaban, agolpándose en cualquiera de los puestos que hartaban la calle. Se escuchaba la algarabía de voces; palabras de compradores regateando el precio y palabras de vendedores alzándose a gritos por una oferta indigna. Entre este bullicio llevó Ramán a su hijo a la entrada de una caseta donde se vendía arroz cocinado; a la entrada una anciana rellenaba los cuencos y una niña los ofrecía y los cobraba.

—Señora —dijo Ramán a la anciana—, no tenemos con que pagarle, pero querríamos comer algo, tal vez si aceptase que la ayudásemos nos invitaría a un cuenco de arroz.

Luego de un tiempo observándoles, hizo un gesto de asentimiento, y mandó a Ramán a traer sacos de arroz y al hijo a que cobrase junto a la niña. Durante todo lo que restó de la mañana trabajaron sin descanso. Negoy, a cada cuenco que pasaba por sus manos, se le estremecía el estómago, estaba hambriento. Las lecciones de lucha le habían dado hambre, y para colmo, no cesaba de llegarle al olfato el aroma de las especias que la abuela echaba al arroz. Aún así no comió nada, comprendió que la comida no era suya, y además veía a la niña a su lado que tampoco lo hacía. Por otra parte, aprendió pronto el oficio, la niña le mostró como ofrecer la comida sin que el cliente se quemase y como se le daban bien los números al cabo de poco daba el cambio casi sin pensarlo. En un momento en que no había mucha gente le preguntó a la niña:
—¿Hasta cuando estáis así?
—¿Así cómo? —respondió la niña.
—Aquí, en esta tienda, vendiendo el arroz.
—No lo entiendo. Nosotros vendemos arroz, luego dormimos—dijo señalando unos sacos de paja y unas pieles.
—¿Y tus padres? —dijo Negoy algo confuso.
—Se fueron a recoger arroz al campo, vuelven a la noche.

El muchacho entendió que no hacían otra cosa en todo el día que vender arroz, y que gracias a ello podían comer todos los días. Se apenó un poco y le vinieron pensamientos de tristeza, pero algo le extrañó en la niña, estaba sonriendo. Vio sus dientecillos asomar alegres, y como los ojos se le achinaban un poco al hablarle, y quedó cautivado por esa sonrisa. Aquella ternura, que se veía en la niña, borraba de golpe el infortunio de toda una vida de trabajo. “Nunca he visto sonreír así” pensó Negoy.

Después de un rato la abuela dio comida a cada uno y se sentaron en lo mullido de las pieles del suelo. Mientras comían en silencio, Ramán observó como aquella niña y su hijo se miraban y reían cómplices. Al acabar de comer, mientras limpiaba los cuencos, Ramán le preguntó a Negoy:
—¿Verdad hijo, que es de admirar que esta gente, que para comer un poco de arroz trabaja todo el día, nos haya dado a nosotros la misma ración, cuando solo hemos trabajado la mitad?
—Si, padre.
—Esta gente —continuó Ramán— que forma parte de la casta de los Vaishias, que no recibe lisonjas por eruditos como los Brahmanes, ni alabanzas de guerra, como los guerreros, pero que día a día, merced a su esfuerzo, sobrevive en el anonimato; ¿crees que son los Brahmanes más dignos de ser amigos tuyos?
—No padre, he visto sonreír a esta niña como a ningún Brahmán.
Tras la despedida y el agradecimiento, padre e hijo reanudaron el camino, Negoy se despidió de su amiga y no paró de recordar su sonrisa todo el camino.

martes, 27 de abril de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte III

Luego de salir del palacete de los Brahmanes, Ramán y su hijo caminaron, ambos callados, hasta que a media mañana llegaron a una plaza donde entrenaba un grupo de soldados.

El espacio en el que se encontraban, abierto al cielo y sin sombras, incidía sobre aquellos hombres bruñendo sus espaldas y calentando el suelo a donde iban a menudo a caerse. En movimientos precisos se debatían, a cada cual con más esfuerzo; se chocaban los hierros de las espadas, se enzarzaban en luchas de brazos, se esquivaban golpes y se recibían otros tantos. Durante un rato padre e hijo observaron el entrenamiento, hasta que llegó la hora del descanso; como sentían curiosidad, los guerreros les invitaron a descansar con ellos.
Algunos trajeron agua, otros algo de pan, y lo compartieron con aquellas dos personas que habían venido a verles.

—Señor —dijo uno de los guerreros—, ¿quiere que le enseñe unos movimientos de lucha a su hijo? Se le ve muy entusiasmado.

— Claro —dijo Ramán—, pero tenga cuidado, he visto como Negoy corta la leña y temo que usted pueda salir malparado.

Ramán le guiñó un ojo y los otros guerreros rieron; el niño se levantó emocionado, le dieron una espada de madera y estuvo entrenando todo el tiempo que duró el descanso de los otros guerreros.
Mientras, Ramán comió algo con aquellos hombres, a los que preguntó cortésmente por qué eran soldados.

—Hace falta gente que luche y que se defienda por el país —contestó uno de ellos.
—No, me refería a vuestro caso personal, a lo que os ha movido para la guerra, o si es por haber nacido hijos de guerreros.

—Ah —contestó el mismo guerrero, mientras los otros escuchaban atentos—, usted se refiere a los Varnas, a los cuatro grados de ser, las castas.
—Sí.
—Hay muchos de nosotros que sí compartimos ese pensamiento —continuó el guerrero—; nosotros, los Chatrías, somos los brazos de Brahma, y sólo así tenemos un sentido a la existencia. Lo consideramos una partición divina. No podemos comer más que lo que cocinan gente de nuestra misma casta, no podemos casarnos con otra gente que no sea de nuestro grupo, así lo entendemos algunos, y seguimos fiel a nuestras creencias.

—¿Usted a qué casta pertenece? —le preguntó uno de ellos a Ramán.
— De donde yo vengo no existe apenas esta división ni pensamiento —contestó— toda mi vida me ocupé de llevar ganado y comerciar con la leche, aunque ahora soy Sultán, o lo equivalente a un dirigente, allí en Jumea.
Los guerreros parecieron adoptar ahora un aire más respetuoso, y se miraron unos a otros.
Ramán, que observó esta reacción les dijo:

—Tranquilos, he venido a vosotros como padre, porque Negoy tiene inquietudes y quiero que conozca por sí mismo lo que otros le han dicho.
Entonces quedaron callados un instante y Ramán volvió a sonreir.

—Me ha salido un niño muy curioso —dijo, y los otros también sonrieron.
—Y también muy hábil —dijo uno señalando a donde estaba Negoy, que aprendía a esquivar una estocada.

Luego de acabar el descanso, Ramán y Negoy se prepararon para marcharse, y Ramán le preguntó a su hijo, delante de todos:

—¿Verdad, Negoy, que es de admirar la fuerza de estos hombres, la voluntad y la disciplina, y la amabilidad con la que han compartido su descanso con nosotros?

—Si padre —contestó Negoy—, gracias por enseñarme —dijo dirigiéndose a los guerreros.

Cuando se despidieron, uno de ellos, más cercano, le dijo a Ramán:

— Lo que haces te honra.

Los guerreros volvieron a sus armas, y Negoy le contó a su padre lo que había aprendido de lucha, mientras ambos se dirigían al barrio de comerciantes de Lhajsé.

martes, 20 de abril de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte II

Durante el desayuno se presentaron dos de los Brahmanes, que tomaron el té con ellos; eran correctos, muy justos al pronunciarse, de habla sosegada, y le parecía a Negoy que un aire majestuoso les envolvía. Aquellos maestros les aleccionaron acerca de los textos sagrados, con mucha elocuencia les citaron las máximas de los Veda, de las Leyes de Manú, y discutieron acerca de la ritualidad de las oraciones, las abluciones y la Verdad Única.

Al acabarse el té, y después de que hubieron probado los Ryghpas, los panecillos salados, Ramán le pregunto a su hijo, delante de los Brahmanes:
—Negoy, hijo mío, ¿verdad que es de admirar la sabiduría de estos hombres, la consonancia en sus pensamientos, la armonía de sus ademanes y el adoctrinamiento de sus palabras?
—Si, padre —dijo Negoy.
—Bien, ellos son llamados la boca de Brahma, pues son la voz que ha de representarlo aquí en la Tierra. Ahora conozcamos a las demás castas.

Uno de los Brahmanes, algo extrañado, preguntó a Ramán por el motivo de su visita, a lo que respondió:
—Mi hijo vino a preguntarme ayer acerca del sistema de castas. Le ayudo a conocer una respuesta.
—¿Quiere que se lo expliquemos nosotros? —habló otro.
Ramán no respondió nada durante un instante y luego, mientras se incorporaba, dijo:
—Tanto mi hijo como yo les agradecemos sus enseñanzas, recordaremos este desayuno; aunque la respuesta que él busca no pueden dársela ustedes, ni yo tampoco.

Y padre e hijo se fueron, dejando atrás a aquellos maestros algo indignados, que sospechaban una enseñanza que les rebajaba.

martes, 13 de abril de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte I

Cuando Negoy, hijo de Ramán, hubo cumplido siete años, entró en la estancia donde su padre meditaba, y con gesto respetuoso fue a ponerle su mano en el hombro; el padre volvió de la abstracción.
—Hola hijo —dijo Ramán abriendo los ojos—, ¿qué te preocupa?

Negoy se sentó entonces en su regazo.
—Padre, ¿con qué niños se me permite juntarme? ¿Con quién es preferible que juegue o que hable?

—Pues con aquellos que tú elijas, claro—dijo el padre— , ¿por qué esa pregunta?

El niño titubeó, y miró a su padre como buscando la verdad en lo que había dicho.
—Pedwa, una niña que está en la escuela, me dijo que había varias clases de personas, y además yo lo he visto, adentro en la ciudad; unos van bien vestidos y hablan bien, otros, que luchan, son más fuertes y van armados, otros son más pobres, y hay otros que he visto, que parece que se van a morir pronto, y la gente se aleja a su encuentro. ¿Con quien puedo jugar yo?

Ramán comprendió entonces, su hijo hablaba del sistema de castas.
—Ve por ahora, Negoy, luego te responderé.

La situación en Jumea era así: al ser una ciudad-poblado donde la mayoría se dedicaba al cultivo de tierras y tareas semejantes, nunca había existido esa diferenciación que sí se daba en las ciudades más habitadas e industrializadas. Ramán se había dado cuenta, gracias a la pregunta de su hijo, que aquel sistema de castas de las ciudades vecinas estaba comenzando a darse también en Jumea.

Después de que hubo pensado durante la tarde, fue al cuarto de su hijo cuando se preparaba para dormir.
—Descansa Negoy, mañana marcharemos a la ciudad, y te daré una respuesta.

Al siguiente día temprano, padre e hijo anduvieron callados hasta que se internaron en Zadhua, así se llamaba la ciudad más próxima. Atravesaron calles atestadas de mercaderes ambulantes, encantadores de serpientes, faquires y yogis, adoradores de Shiva o de Vishnú, o de Krishna o de Ganesha, vieron gente que reverenciaba ante las estatuas, que pedía limosna o que encendía incienso a la puerta de algún templo. Desfilando ante sus ojos una ciudad con un ritmo y un bullicio al cual no estaban acostumbrados; los bazares se sucedían repletos de alhajas, de telas de mil colores, de pieles de todo tipo. Vieron también muchos puestos de animales, cientos de sacos con especias o infinitas cestas de fruta.

Después de una caminata, ante un palacete amarfilado, se detuvieron.
—Ahora veremos a un grupo de Brahmanes —dijo Ramán— y desayunaremos con ellos.

Negoy siguió a su padre entre las laberínticas estancias hasta que dieron con un salón principal, donde estaban reunidos aquellos hombres. Tras las presentaciones y después de que hubieron acreditado el sultanato de Ramán, le invitaron a sentarse y desayunar con ellos.

martes, 6 de abril de 2010

Srijeimán «el que ofreció leche de su vaca» Parte II

Karfú y la familia de Ramán le siguieron cuando se dirigía a la entrada, donde se encontraba aún el grupo de hambrientos; bajo unas escalinatas de mármol se hallaban, apretujándose, hombres, mujeres, niños, agitando los brazos y con las facciones acentuadas por la desesperación. Algunos de ellos extendían la mano, otros se las llevaban a la boca, otros se tocaban la tripa y gemían, o lloraban, y así permanecieron entre súplicas y lamentos, mientras un grupo de soldados los mantenía fuera de palacio. Solamente se calmaron cuando vieron cómo el nuevo gobernante, el actual sultán de Jumea, salía sin escolta y con una vaca caminando junto a él.

Ramán se detuvo entre aquellos pobres y les habló:

—Vosotros, que sois el pueblo, sois a quienes he de intentar corresponder, como gobernante, y ahora os correspondo con esto, una verdad. No existe forma de salvaros, no una definitiva ni drástica, puesto que los que sois pobres lo seguiréis siendo aún durante mi mandato.

Aquellos hombres, confusos, se miraron unos a otros. Sus rostros estaban inquietos, y repelían con la mirada a aquel nuevo rico que intentaba persuadirles.

—La mansión de dónde he salido no me pertenece —continuó Ramán—, los lujos y el oro que en ella se encuentran tampoco. Hablaré para que la gente interesada en ellos vea la importancia de ayudaros, pero ellos no la querrán ver, y antes esgrimirán diez mil excusas que dar de comer a una boca hambrienta. Esa es la verdad.

Una mujer andrajosa maldijo en alto, quejándose de los ricos. Y Ramán se volvió hacia ella, reprendiéndola.

—No has de hacer eso puesto que no es un problema de riqueza o pobreza, sino de conciencia. Espera.

Y se acercó a su vaca, sacó dos cuencos de una bolsa y comenzó a ordeñarla hasta haberlos llenado los dos.

—Karfú —le dijo a aquel, que se había acercado y estaba observando—, coge uno de estos cuencos repletos de leche y dáselos a quien tú quieras.

Karfú, que jamás se había visto mezclado en una situación así titubeó un poco, pero al final se decidió, y fue a darle el cuenco a un anciano, que era de los que más pedía. Nada más recibirlo, aquel hombre se lo llevó a la boca con unas ansias tremendas, tanto que derramaba la leche por la comisura de la boca, y se la bebió de un trago.

La gente se conmocionó, la esperanza de ser el próximo afortunado les invadió y no pensaban en otra cosa que no fuera aquella leche. Ramán cogió entonces el otro cuenco, y caminó entre ellos, entre esas decenas de ojos que miraban con gran estímulo y deseo. Uno de ellos, algo más apartado, le pareció el hombre indicado, y fue a fijarse en sus ojos, y el hombre en los de Ramán, hasta que le dio el cuenco.

Fue para sorpresa de muchos que este hombre, necesitado de comida como estaban todos, fuera a donde un niño que había junto a su madre y le diera de beber la leche.

Y las miradas se dividieron; unos miraron a Ramán, otros miraban a aquel hombre que había renunciado a su único alimento en muchos días, otros, a la mujer a quien iba dirigida la lección, y otros al anciano que se había bebido todo el cuenco, que ahora, avergonzado, hundía su cabeza al pecho. Y asimismo también se avergonzaron los que habían compartido el mismo pensamiento que él.

—Pensad en dar antes que en recibir —dijo por último Ramán—, y eso os colmará del buen sentimiento que hace felices nuestros días. Si queremos cambiar a los ciegos de arriba, debemos agudizar nuestra propia vista antes.

Un hombre desnudo se le acercó:

—Señor, ¿pero qué quiere usted que yo dé? Si no tengo nada que llevarme a la boca. Estoy hambriento. No tengo ni una triste tela que cubra mi cuerpo.

Entonces se adelantó Karfú adonde él estaba, se quitó su túnica y se la entregó.

martes, 30 de marzo de 2010

Srijeimán «el que ofreció leche de su vaca» Parte I

El primero de los días del sultanato de Ramán lo trasladaron a él y a su familia a la mansión llamada Lakshemir. Pidió traerse a sus animales también y así se hizo. Cuando llegaron a la entrada una turba de hambrientos codeaba y vociferaba suplicando comida. Desdentados y famélicos rostros aparecieron a los ojos de ellos, y después de que algunos hombres calmaran a la barahúnda entraron en palacio.

La estancia principal se les presentó fulgorosa y radiante, de anchas y rematadas columnas, suelo de mármol, oro y pedrería. Cientos de tintineantes engarces de preciosas y semipreciosas aparecían en todas partes; los había en cojines, cortinas, lámparas, en copas, en cubiertos. Las telas de primerísima calidad cubrían los sillones y las mesas, El techo abovedado y las paredes estaban preñados de espejos y a cada reflejo se mostraban los objetos por duplicado, revestidos de oro y plata; anillos, brazaletes, espadas, ábacos, arcones. En el resto de la estancia todo tenía igual color.
Ramán y los suyos jamás habían visto tanta abundancia, tal plétora de alhajas, todas ellas de valor incontable. Aquello, el lujo excesivo, la riqueza, les aturdió, tanto que en un primer momento no supieron donde sentarse.
En seguida apareció en el salón una figura rechoncha, de bigotes negros, un hombre ataviado con una túnica negra y que sonreía efusivamente. Se presentó muy amigablemente como Karfú Abdira.
Ramán le saludó cortés, y luego le dijo:
— Dígame Karfú, aquello —señalando una tetera de oro que había en una mesa—, ¿para qué sirve?
Él hombre balbuceó, borrando la sonrisa:
— No lo entiendo alteza. Es una tetera.
— Si, ya, pero dime, ¿es mejor té el que sale de ella?
Karfú entendió.
— Con todos sus respetos —el hombre se inclinó—, me gustaría darle mi opinión al respecto.
— Claro —dijo Ramán—, habla.
Karfú, tras incorporarse, habló:
— Todos han dicho siempre lo mismo, con respecto a esto. El contraste entre el hambre de fuera de la mansión y el ostentación del palacio. Piense usted que éstas son riquezas adquiridas a lo largo de los años, fruto de mucho trabajo y sacrificio por la nación; son regalos de agradecimiento, objetos que tienen un valor añadido; el entrañable sentimiento de que algo ha sido bien hecho. Usted, que es inteligente, por fuerza debe verlo.

Karfú dejó de hablar un instante, mientras cogía una de las vasijas plateadas.
— Con este poder simbólico —continuó— se da fuerza a una nación, los de fuera están orgullosos de esta mansión lujosa, y están orgullosos de usted. Los de fuera le han escogido, quieren que usted posea estas cosas y las administre. Los otros sultanes decidieron no alterar el orden natural de las cosas, porque ¿qué habría de solucionarse arruinando la mansión Lakshemir, cuando es la única representación del bienestar a la que pueden agarrarse los aldeanos pobres?¿Acabaría eso con el hambre? Claro que no. Sabemos que siempre, por muchos palacios Lakshemir que haya, seguirán habiendo carencias. Y, por otra parte, diez años dieron de sus vidas los demás sultanes para la causa, al igual que va a hacer usted. ¿No cree que fueron ellos merecedores de algo que les hiciera más llevadero el fardo de la responsabilidad? Simplemente no puede hacerse así. No es usted el único que piensa en la pobreza, se lo aseguro, los demás también se preocupan.

Ramán, sin desviar los ojos de aquel, dijo:
— Un sabio me dijo una vez: hay dos clases de personas; las que se preocupan y las que se ocupan.

Entonces salió de palacio y fue a buscar a una de sus vacas.

martes, 23 de marzo de 2010

Aridemán «el santo del árbol»

No supieron cómo les había hablado a los elefantes, no sabían adónde había ido. Se oyeron comentarios de que ya no volvería, pues había muerto; se habría infestado de la peste o habría recibido el castigo divino. No tuvieron noticias suyas, ni siquiera su familia, hasta que unos niños lo vieron encaramado a lo alto de un árbol grande —un botswe—, no muy lejos del poblado.
— Estaba muy arriba —dijeron los muchachos—, sentado en una rama. Y tenía los ojos cerrados, como si durmiese. Pero no dormía.

La esposa de Ramán, cuando se hubo enterado, se tranquilizó, murmurando:
— Es el Padsnem, es su retiro. Ya lo hizo cuando murió nuestro primer hijo.

El segundo hijo de ellos, que lo oyó, le preguntó curioso. Ella, por toda respuesta, dijo:
— Tu padre dijo un día: «Leerse un libro y no pensar en él, es como no habérselo leído. Si después de cualquier acción no reflexionas sobre ella, se convierte en una experiencia fútil, de la que no aprendes nada».
Y ella, el hijo y la familia entera dejaron de preocuparse.

Ramán, por tercera vez en su vida, buscó ese momento de Padsnem, en el que uno se retrae de todas las demás cosas para fijar la atención en sí mismo. Padsnem era el aislamiento en el que se tiene un conocimiento de la experiencia pasada.
A cincuenta metros del suelo no realizaba nada más que no fuese esa abstracción. Era verdad que no dormía, y tan solo bajaba para beber del arroyo y comer cualquier cosa, luego volvía a subir.
Con gran paciencia comenzó por recordar desde los primeros momentos de su vida, y los pensaba, como si pudiese revivirlos por completo. En cierta forma era como si lo hiciese. Así hasta que llegó a los recuerdos más cercanos, a lo ocurrido en el poblado, a la muerte de los elefantes. Le vinieron imágenes de los días en que se había marchado con la manada, imágenes del continuo batirse de las grandes orejas, del arrastre pesaroso de las pezuñas contra el suelo, y el balanceo de las trompas. Ramán había caminado con ellos; no los había guiado, tampoco los siguió aparte; simplemente se había hecho uno con sus pasos. Anduvo junto a ellos como uno más, hasta que, sobre un claro retirado, poco a poco, uno a uno, murió el último.
Volvió a pensar en sus muertes, recordó lo mejor que pudo cada instante de agonía de cada uno de los elefantes. Se esforzó más por sufrir su pérdida, porque supo que aquello le ayudaría a entender el vacío. A los cuarenta días de estar en el árbol, cuando se celebraba la elección del nuevo gobernante de Jumea, Ramán bajó, y volvió al pueblo.
Ese día fue nombrado Sultán de Jumea, aquel que había salvado a su pueblo de la peste elefantina, aquel al que algunos llamaban Aridemán «el santo del árbol».

martes, 16 de marzo de 2010

Erhemán «el que domina a los elefantes»

Cuando se cumplieron doscientos días del año de las elecciones de Jumea, nació en la ciudad un brote de lo que apodaron “peste elefantina” que comenzó por extenderse entre estos animales.
Todo el pueblo vio asustado cómo deambulaban moribundos y agónicos aquellos gigantes —los del gran paso— y pronto las gentes fueron recluyéndose en sus casas, por temor al contagio. Sabían que, continuando las calles repletas como estaban, no tardaría la ciudad entera en coger la enfermedad. La situación era desesperada.
Había una dificultad que se añadía a una situación como aquella y es que los elefantes, por ser considerados de origen divino, eran sagrados; es decir, no podía matárseles, ni conducirlos fuera del poblado, ni alterar sus designios. Tampoco podían hacer arder a los cadáveres, que seguían descomponiéndose, así que la peste se propagó con más celeridad.
La creencia popular que se formó en aquellos días fue que los elefantes, que eran dioses encarnados, enfurecidos con los pecados del hombre habían decidido castigarlo con la representación del sufrimiento. Así entonces los animales arrastraron sus pasos por el interior del poblado, colmados de pústulas y abscesos; con sus cuerpos enfermizos difundían el padecimiento por el aire, desparramando su rencor al ser humano, hasta que ultimadas sus fuerzas se desplomaban impetuosos al suelo. Nadie hizo nada, pues aquello significaba enfrentarse a las divinidades, intentar cambiar eso conllevaría a un castigo mayor. Pero Ramán de los cinco nombres actuó.

El joven aldeano, que en su día había renunciado a dar a conocer su habilidad, comprendió que ahora actuaban fuerzas mayores a su intención y, con el gesto de asentimiento de su esposa, en la mañana del día treinta y siete desde que apareciese la peste, salió a la calle.
A medida que se conducía por entre los caminos la gente desde el interior de sus casas se asomaba, entre curiosa y pasmada, para ver quien de los suyos osaba enfrentarse a una muerte segura. Cuando se detuvo ante uno de los elefantes, algunos le creyeron un loco por exponerse de aquella manera, la mayoría le injurió por querer objetar a los dioses.
El animal yacía postrado en el polvoriento suelo, con las patas delanteras flaqueándole, mientras se debatía en una respiración forzosa. Tenía la cara y el cuerpo manchados de llagas purulentas. Los ojos, envueltos en un cúmulo de legañas blancuzcas, miraron directamente a Ramán. El joven extendió el brazo y fue a poner su mano en la frente del animal. Durante unos instantes ni uno ni otro se movió lo más mínimo. Luego, el hombre murmuró algo. Ocurrió en aquel momento, para asombro de todos cuantos lo estaban viendo, que el elefante se incorporó trabajosamente, y se encaminó fuera del poblado, perdiéndose entre la selva.
Durante cuatro días que siguieron al suceso, se repitió lo mismo con los otros elefantes contagiados, en esos días se vieron también a los elefantes que estaban sanos cargar con los muertos y llevárselos. Cuando todo hubo acabado, Ramán se despidió de su hijo, de su esposa y de su padre, salió él también del poblado, y nadie supo de él en una temporada. Cuando la gente se atrevió poco a poco a poblar las calles, intercambiando rostros incrédulos, fue inevitable que constantemente desviaran la mirada a aquel lugar; allí dónde habían ido a morir los elefantes.

martes, 9 de marzo de 2010

Ramán, de los cinco nombres

Por salvar a su pueblo se hizo insigne Ramán Sarti.
Contaba con veintiséis años cuando fue llamado a las convocatorias del sultanato de Jumea. Decían los que le habían recomendado a las votaciones que era un hombre callado, demasiado a veces, pero que siempre se comportaba amablemente y conducía sus pasos con confianza y honradez.
El nombramiento del nuevo gobernante tenía lugar cada diez años, para ello, y durante trescientos días, el pueblo era responsable de conocer a los Saravit, los que aspiraban al cargo; todo aquel que lo deseara podía acudir a la casa de ellos, cuestionarles acerca de cualquier cosa o conversar de algún tema.
Muchas y apacibles charlas sucedieron en casa de Ramán. De esta manera habló con todo aquel que se le presentara; con el leñador, de las técnicas de poda de árboles; con el barquero, de los movimientos marítimos; con la recolectora de arroz, de lo dificultoso e infértil de algunas tierras. Cuando le preguntaban por qué quería el cargo él respondía que no lo quería, que simplemente debía hacerlo. Y le decían:

— ¿Por qué, si no quieres, aceptas la candidatura?
Y él mostraba siempre el mismo ejemplo:
— Imagina que es noche cerrada, es invierno, y hace mucho frío, ¿te meterías en el río, estando el agua helada?
Como respondían negativamente, él preguntaba entonces:
— ¿Y si ves a un hermano que se está ahogando, te meterías entonces? —y los otros quedaban satisfechos con la respuesta—. No necesito el puesto, el puesto me necesita a mí —añadía.

Hay que decir, es importante, que esto era totalmente creíble, pues ser gobernante no reportaba retribución alguna; se comía a diario y se dormía cómodo, con fin de sobrellevar la dureza del cargo, pero al terminar los diez años de mandato el que había entrado había de salir de igual modo, sin ninguna renta de más.

Ramán vivía con su esposa, su padre, y su hijo, en una casa lo suficientemente grande para albergar a los cuatro. Tenía, además, dos vacas, dos gatos, un perro, y había también un mono que se dejaba caer por allí de vez en cuando. Nunca tuvo apego por los sagrados escritos, ni por los estudios que sus padres le propusieron. En cambio sí profesaba una curiosidad innata hacia el entorno: conocía bien las plantas, a las personas, y no dejaba de cuestionarse acerca de todo lo que acontecía en Jumea, pero sobretodo sentía una especial admiración a los animales, y les escuchaba. Y he aquí que tenía un don, una habilidad, un talento: los animales también le escuchaban a él, y le obedecían.
A propósito de esto le dijo su esposa en una ocasión:

— ¿Por qué no utilizarlo, mostrarlo a la gente, hacerse servir de este poder que tienes, para conseguir el puesto, si sabes que liderando tú será bueno para todos? Conoces a los otros que ostentan el sultanato, sabes que les mueve la codicia y que no harán sino empeorar las cosas. No es bueno presumir ni alardear, y sé que no es del todo honrosa esta estrategia, pero sería con un buen fin. Escucha mis palabras marido mío, y piensa.
Ramán, casi de inmediato contestó, como única respuesta:

— Para lograr el bien no puede utilizarse nunca un mal procedimiento.

martes, 2 de marzo de 2010

La vergüenza del payaso

«Otra copa no, payaso, antes me pagas» le dijo el dueño del bar. Sus exagerados zapatos apenas le permitían acercarse a la barra, sus pantalones impedían que pudiera sentarse bien en la banqueta, y la peluca le achicharraba la cabeza. Con su último dinero pagó la bebida, y con su rostro ambiguo salió a la calle, llena de tránsito. El maquillaje reseco ocultaba los colores de la embriaguez, y sus andares de borracho se confundían con la torpeza fingida de los de su gremio, pero su aliento de whisky le delataba.
Vio a un niño de la mano de su madre y le regaló un globo. Sus manos olían a tabaco y el chaval formó una mueca de asco o de miedo, o de ambas cosas; después se puso a llorar, casi todos lo hacían. La madre miró al hombre con cara de disgusto, le lanzó una mirada de reprobación, de esas que decían «un payaso alcohólico, qué vergüenza»; luego siguieron andando, desoyendo a aquel, que les pedía desesperado una moneda.
Sin dinero, y apenas le quedaban globos.
Miró a todos lados de la avenida. Las otras personas se le cruzaban con desconfianza, los niños le temían, e iban a esconderse tras las piernas de sus padres. La calle entera tenía esa mirada, la gente se apartaba a su paso, el mundo entero le rehuía. Él podía notar todas esas cosas.
Metió las manos en los bolsillos de sus bombachos y su figura se abatió; ni siquiera su maquillaje le impedía sentir vergüenza. Algunos transeúntes, al verlo alicaído, reaccionaban con extrañeza, como si la imagen no correspondiese. Se preguntaban qué rondaba por la cabeza de aquel hombre disfrazado; igual recordaba tiempos en los que conseguía hacer reír a los niños, tal vez se recreaba en momentos buenos, incluso aquel hombre podía haberlos tenido. Ninguno se apercibió que el payaso lloraba un poco, mientras arrastraba sus zapatos, dando tumbos.
Como iba mirando hacia abajo chocó con alguien y cayó al suelo. El bombín se despegó de su peluca y rodó unos metros; el hombre con el que había chocado le insultó, y paso de largo. Cuando consiguió levantarse vio a una niña que le esperaba en frente suya; llevaba una graciosa capucha que le cubría la cabeza, y le estaba mirando a él, de manera tímida. En una mano llevaba el bombín y en la otra un trozo de papel. El payaso le cogió el sombrero.
— Gracias, niña.
Ella quedó mirándole.
— ¿Qué te pasa niña, te has perdido? —y ella desvió la mirada al papel que sostenía.
— Es que no sé hacer aviones —dijo, y él le cogió el papel y le hizo uno.
Miró de reojo a los que caminaban a su lado, le pareció en ese momento que ya no le miraban mal, igual con algo de compasión, pero era diferente. La niña le dio las gracias y le sonrió, como solo un niño sabe hacerlo, con esa amplitud y ese brillo en los ojos, y luego correteó calle abajo con su nuevo avión y se deshizo entre la multitud.
Con la moneda en la mano sus pasos le guiaron instintivamente al bar, pero se detuvo a la entrada. En realidad nadie le miraba pero él imaginó a toda la calle que se le volvía. Sin mirar atrás creyó que todos se habían detenido para observarle; decenas de rostros se le aparecieron expectantes, y pensó en la niña.
«Pero me ha sonreído», se dijo. Miró al interior; a la barra, al camarero, a las estanterías de botellas que repletaban la pared, y se sintió asqueado. Se guardó la moneda y se dio la vuelta. La gente seguía su paso indiferente, el payaso fue calle arriba mientras hinchaba un globo.

martes, 23 de febrero de 2010

De las noches sinfónicas

En lo alto del techo del mundo la noche está preñada de ellos; lugares cuyos cuerpos de trémulos resplandores se ofrecen a nuestra vista. La imagen acalla para hacerse escuchar, intimida para hacerse visible, observa para que la observemos. Puede, y eso a veces ocurre, si estás lo suficientemente alerta, que lo veas. Cuando uno se detiene, irrumpe el descubrimiento:

Allá lejos, tras de la bóveda de ojos infinitos, se adivina a la creación interpretar una ópera; de estrellas nacientes como sopranos, de luces póstumas coreándolas y planetas en rotación que gimen como violines. Se escucha o se siente la voz de invisibles barítonos cósmicos, de celestes contratenores que afinan el tono, o se descubre tal vez a los vapores siderales acompañando a la orquesta. La actuación se rinde a las delicias de la noche, los latidos del universo restallan al compás, y también, en algún momento en el escenario, atraviesan algunos fugaces centelleos con pasos de ballet. Hay vida, pues, allá arriba. El drama y la lírica se despegan, se pronuncia un arte nuevo; la ópera espacial.
Entre brillos que parpadean distantes, las galaxias suenan enérgicas, y desde las exosferas arrancan vítores a los espectadores; se desgarran los aplausos ante el espectáculo divino, las danzantes materias del espacio se encogen en reverencia. El libreto concluye, y cae el telón.

martes, 16 de febrero de 2010

Un jersey, dos calcetines

Las hebras se unen formándolo; tejida la lana se rematan las mangas, el cuello, y la etiqueta se cose. Cuando está listo se traslada al centro de la ciudad, se dobla y expone en una de las tiendas de la avenida, y allí permanece hasta que lo compra alguien: a los pocos días, un hombre paga setenta euros por él; es un jersey de marca, color beige.
Semanas después, y por una única vez, el individuo estrena el suéter, solamente unas horas; un paseo en coche de lujo y una cafetería. Luego, en un día que un amigo le visita, la frase «¿quieres este jersey?» se oiría por primera vez de otras que seguirían. Y la ropa cambia de dueño.
El amigo agradece el regalo y se lo pone a los pocos días, en una primera cita. Tiene éxito, gusta a la chica, al final de la noche se acuestan. Ella siente algo, él no. La joven se marcha de madrugada, con frío en el cuerpo. Él, por compasión, le pone la prenda sobre los hombros y balbucea algo como que ya se lo devolverá. Nunca más se ven.
La chica está triste unos días, lleva el jersey cuando está en casa —a veces lo huele— y le recuerda a esa noche, al tipo del cual se desenamoraría poco después. Ella estudia en la universidad y comparte piso con otra chica. Al cabo de un año su hermano va a la ciudad y le hace una visita, se cuentan sus vidas por separado y recuerdan la que vivieron juntos. Antes de que él se marche ella le dice que si quiere ropa casi nueva, él acepta.
Después del viaje, y con una prenda de más, el hombre vuelve a casa. La familia le echaba de menos y el perro le saluda agitando el rabo. Su mujer le dice que le queda bien el beige, a él le parece que también. Durante muchos días se lo pone para salir, luego sólo cuando está en casa, más tarde lo utiliza para taparse los pies cuando duerme la siesta en el sofá. Los niños lo utilizan un par de veces para disfrazar a su peluche. Un día en que se disponen a hacer espacio en casa, lo meten en una bolsa, junto con otras prendas y lo dejan a las puertas de una iglesia.
Antes de que pase el párroco, una mujer le echa un vistazo curiosa. Por la ranura de una de las bolsas sobresale una manga, el color le parece bonito y agarra la prenda. Nunca llega a ponérselo por entero, lo único que hace es colgárselo al cuello, porque es donde tiene frío después de cenar. Mucho años lo utiliza, hasta que su nuera le regala una manta eléctrica, «así tirará de una vez ese dichoso trapo» le dice. La mujer, a la que no le agrada desperdiciar nada, se lo regala a un vecino junto con una lámpara que le estorbaba y un plato de lentejas que le había sobrado de la comida.
El vecino, que vive tres pisos más abajo que ella, le da las gracias mientras piensa en lo buenas que estarán esas lentejas. En la casa son cinco, el jersey pasa por casi todos. Primero el padre y luego los tres hijos ; como se llevan algunos años va pasando de mayor a menor, y a cada uno le toca cuando los demás simplemente se cansan de vérselo puesto. Al cabo de unos años, descosido y gastado, va a parar al lado de un contenedor.
Un viejo lo recoge para la cesta de su gato, el minino ronronea de gusto cuando se acuesta. Siempre acostumbra a tenerlo a sus pies cuando mira la televisión. A menudo, cuando hace demasiado frío, el anciano se sorprende metiendo los pies por debajo del gato y del jersey, aunque el gato no hace señas de que le moleste. Así transcurre hasta que el viejo muere. La hija del difunto se lleva el gato a casa y le compra una cesta nueva, de esas acolchadas, bien mullida, y se deshace de aquel harapo amarillento.
Un vagabundo dado al alcohol lo encuentra; piensa en cuanto debe abrigar. Distingue por la etiqueta que es ropa de marca, mira la prenda con una confusión amarga, pensando en cuanto le recuerda a algo, tal vez a su anterior y acomodada vida, de cuanto era rico y conducía coches caros y se compraba ropa de marca. Ahora lo que le importa es que tiene los pies helados, y se hace unos calcetines con la mangas del jersey. Meses después unos chavales se los roban, desnudándole los pies, como por una apuesta. Luego los tiran al contenedor y allí están hasta que son llevados a la incineradora, con el resto de deshechos.
Y el jersey, que ahora eran dos calcetines, terminaba aquí su trayectoria.
Aquel transcurso, desde que se fabricara, había durado veinte años; el continuo devenir de existencias, el desbarajuste de vidas, había concluido. Ahora, desfigurado, arrancado de su forma inicial y hecho un guiñapo, desaparecía. Los últimos flecos se consumen por el fuego.

martes, 9 de febrero de 2010

Cuando despierte, dormiré yo

Se apresuró a cruzar de una a otra orilla con la Muerte dormida en sus brazos. Alguien le dijo:

— Aprovecha y tírala al río, o déjala aquí y cruza tú solo. Escapa de ella ahora que puedes.

Sin soltarla y sin detenerse respondió:

— ¿Y que habría de hacer yo en la otra orilla por los siglos de los siglos, hasta el infinito? Deja, que no pase tanto tiempo. Cuando despierte ella, estaré esperando. Entonces tomaré el relevo, y dormiré yo.

martes, 2 de febrero de 2010

El vano intento de evadir un estornudo

Yo tenía entonces seis años, y mi abuelo estornudó por tres veces. Como lo mirara de manera confusa, me dijo «ay, pequeño, por cada estornudo uno se va muriendo un poco más.» Desde entonces pasó un tiempo en que le vi en cada ocasión más frágil, y observé su cuerpo empecinándose al encorvamiento, hasta que un día murió.

Ni siquiera me apené por él ni sentí su pérdida. Tras su muerte, lo único que me vino a la mente fueron sus palabras, las únicas quizá, que me había dirigido. No quería yo seguirle los pasos a aquel viejo, ni que la muerte me pasara factura. Me guardé mucho, y me avergonzaría reconocer cuanto tiempo, de que en mi cuerpo reaccionaran aquellas sonoras y mortuorias estampidas de aire. Huí del estornudo del mismo modo que huye la comadreja del cóndor, refugiándome al más leve presentimiento de su acecho, vigilando los lugares por donde podría pillarme desprevenido.
En pos de mi eterna vigilia me quedé en casa casi todos los días de invierno, siempre con el abrigo adecuado y libre de corrientes de aire. Apenas he sudado en todo este tiempo y nunca más he vuelto a encargarme de limpiar el polvo, pues sé que son cosas estas que pueden acrecentar sus estímulos. Fueron tardes enteras, acomodado en mi cuarto desprovisto de bártulos y ácaros, en un sillón que se lavaba dos veces a la semana, leyendo algún libro acabado de desprecintar. Como nota aclaratoria, para que entiendan mejor hasta qué punto llegaba mi voluntad, diré que no leía sino libros cortos, para que me diese tiempo a terminarlos antes de que pudieran acumular polvo u otras infecciones. Era muy fervoroso mi ímpetu de salvaguardarme, pues siempre venía a mí el recuerdo del rostro cadavérico de mi difunto abuelo.
Pero aún así, sin que pudiera advertirlo previamente, emergiendo de Dios sabe dónde, hormigueándome las fosas nasales, trastocando mi sosiego y atormentando mi ánimo, llegaba el condenado. Realmente fueron duros los momentos en los que a este primero le seguía otro, ¡incluso a veces un tercero!

No fui capaz, con todas las dedicaciones prestadas a tal empresa, de poner remedio alguno contra esto. Ahora, con la tez arrugada como la tuvo mi abuelo en sus últimos días, comprendo que fue en vano el intento de evadir un estornudo.

martes, 26 de enero de 2010

Fuera maldito

El primero de los encuentros tuvo lugar en la mente de Menephiste Tuktok, el observador de las estrellas de Garagh Dazek. Poco tiempo después se entregó en sacrificio a los dioses. Siglos más tarde se produjo el segundo, a través de Itérelas de Cantea, llamado «el adivinador del cielo nocturno», acusado de blasfemo y atacado de locura. Murió a los pocos días sacándose los ojos y arrancándose las orejas. Luego fue por Xianu Fei, consultor astral del emperador, que se reestableció el contacto. Amaneció con la lengua amoratada a causa de un veneno, que se preparó el mismo. La última vez que ocurrió, Mobunto Baralepondu, chamán y jerarca de la aldea Rapalue, se atravesó el vientre con un fémur afilado.
Ahora los habían encontrado de nuevo, esta vez con una radiofrecuencia, en el sector que llamaban «verde cuatro» en la luna de Ganímedes. Los códigos de la estación habían revelado una respuesta; tras revertir el proceso de encriptación se dio la comunicación más larga entre dos especies inteligentes.
— Fuera maldito —indicó alguien desde el otro lado de la señal—. No entorpezcas.
— ¿Fuera de dónde? —escribió.
— Del espacio sagrado.
— Me llamo Andrés —notificó el hombre, desde el control—.Contacto con vosotros desde la Tierra.
— Si —dijeron ellos—, lo sabemos. Desde la Tierra.
La pantalla de visualización rutilaba a intervalos irregulares, no se vio cambio alguno durante unos minutos.
— ¿No queréis comunicaros con nosotros? —dijo Andrés.
— No —dijeron.

Las tonalidades del aparato oscilaron. Andrés sintió un hormigueo extraño. En un momento sus piernas se volvieron independientes, desplazaron el cuerpo a la barandilla y aquel hombre, aparentemente cuerdo, se lanzó al vacío de la calle desde una altura de nueve pisos. Andrés Vilgarcía, adjunto del departamento de astrología y ciencias del espacio, se suicidó lanzándose desde el observatorio. Había sido el hombre que más contacto había mantenido con una raza extraterrestre. En los periódicos solo se leía «profesor de astrología se suicida sin motivo aparente.»

martes, 19 de enero de 2010

Llanto universal

Nadie lo ha olvidado. Hace veinte años que ocurrió y ya no se habla de ello, pero todavía se conserva, aún se piensa y se recuerda, simplemente porque es imposible no hacerlo.

Yo tenía treinta años cuando, por espacio de tres días exactos, se dio la circunstancia más insólita de nuestra generación y, estoy convencido, de muchas que han de seguir; el bautizado «Llanto universal».
Sobrevino de inmediato y súbitamente; una nube de tristeza se aposentó sobre el planeta, una consternación mundial se adueñó de cada uno de los seis mil millones de habitantes. No se sabe a causa de qué efectos —astronómicos, biológicos, mentales, de espíritu— comenzaron a padecerse los primeros síntomas de un desconsuelo profundo. Las poblaciones de todos los rincones del mundo enmudecieron de pronto, las conversaciones se ahogaron, los rostros se miraron confusos, la gente se detuvo pensativa. Y primero unos, luego otros, comenzaron a escucharse los lloros en las calles, en las casas, en las oficinas, en los colegios, en los supermercados, y así los primeros incitaron también al resto a rendirse al antiguo instinto. Todo el mundo lloraba.
Recuerdo el abatimiento y el desgarro que sentí, cuando notaba inundarse dentro de mí una pena, ajena en principio, y luego a cada rato más familiar. Y así me lo han descrito también las personas con las que he hablado de esto, «como si un demonio te empujara a llorar hasta que encontrases tus propios motivos para hacerlo». Y ése es el caso; todo el mundo tenía motivos.
Había quienes lo hacían por los difuntos, se recordaba a aquellos que no estaban, a los desaparecidos, o a las personas de las que, por una u otra causa, se habían separado. Unos lo hacían por desamor, o por una amistad perdida, otros por remordimiento, miedo o por compasión. Algunas personas mayores suspiraban por el olvido, los más pequeños, aunque no sólo ellos, solían hacerlo por la pérdida de su perrito, o la muerte de algún gato, o acaso por un juguete roto. Se lloraba por el recuerdo de una canción, por una angustia vivida, por una catástrofe. Y sucedía a la mayoría que se lloraba por todas estas cosas a la vez, como si el llanto reprimido se desbordase ahora que había sido anulada la contención.

En aquellos tres días tuve ocasión de ver, además, todas las manifestaciones posibles. La timidez propia del acto se había perdido, ya no importaba que te vieran sufrir ahora que el resto del mundo también lo hacía.
Vi entonces los rostros contraídos y las bocas abiertas de quien llora a lágrima viva, escuché los murmullos, apenas inaudibles, de los lamentos apagados, y los llantos débiles de los que lloran en silencio. Observé hombres y mujeres, niños, rostros juveniles y ancianos, los había que parecían ahogarse entre sollozo y sollozo, los que se barrían las mejillas húmedas con el dorso del brazo y los que se escondían la cara entre el hueco de las manos. Y cada rostro hacía distinto acopio de sus lágrimas: se precipitaban al suelo, se desparramaban por la mejilla o se sorbían con la lengua. Las había que rodaban ágilmente por las pieles tersas o que zigzagueaban por las hendiduras de los semblantes arrugados.
Jamás nadie vio tantos modos. Nunca se dieron cabida tantos aspectos compungidos. Llantos de desgarro, lloros que se avivaban con otros lloros, gimoteos que reclamaban, lloriqueos infantiles, suspiros intermitentes… Algunos apenas se mostraban, solo tenían los ojos brillantes, pero lloramos todos.
Y de distinta manera lo hacían unos en soledad, bien porque no tenían a nadie o porque se retiraban aparte, en una tristeza individual. La mayoría optaba por el refugio de la compañía, compartiendo la consternación abrazados a los cercanos.
Al final del tercer día no fue todo sino una sinergia, ya no llorábamos solo por nosotros mismos, lo hacíamos también por el resto. Existió, en un momento de nuestra historia, un verdadero llanto compartido, un llamamiento profundo a todos nosotros.
Después se detuvo. La tristeza se marchó sin más y el mundo entero saboreó esa concordia que sigue al llanto.

Los que hemos vivido el «Llanto universal» no pensamos si no en ese dolor compartido que, dicho sea, nos humanizó un poco. Supongo que la naturaleza es sabia.