martes, 23 de febrero de 2010

De las noches sinfónicas

En lo alto del techo del mundo la noche está preñada de ellos; lugares cuyos cuerpos de trémulos resplandores se ofrecen a nuestra vista. La imagen acalla para hacerse escuchar, intimida para hacerse visible, observa para que la observemos. Puede, y eso a veces ocurre, si estás lo suficientemente alerta, que lo veas. Cuando uno se detiene, irrumpe el descubrimiento:

Allá lejos, tras de la bóveda de ojos infinitos, se adivina a la creación interpretar una ópera; de estrellas nacientes como sopranos, de luces póstumas coreándolas y planetas en rotación que gimen como violines. Se escucha o se siente la voz de invisibles barítonos cósmicos, de celestes contratenores que afinan el tono, o se descubre tal vez a los vapores siderales acompañando a la orquesta. La actuación se rinde a las delicias de la noche, los latidos del universo restallan al compás, y también, en algún momento en el escenario, atraviesan algunos fugaces centelleos con pasos de ballet. Hay vida, pues, allá arriba. El drama y la lírica se despegan, se pronuncia un arte nuevo; la ópera espacial.
Entre brillos que parpadean distantes, las galaxias suenan enérgicas, y desde las exosferas arrancan vítores a los espectadores; se desgarran los aplausos ante el espectáculo divino, las danzantes materias del espacio se encogen en reverencia. El libreto concluye, y cae el telón.

martes, 16 de febrero de 2010

Un jersey, dos calcetines

Las hebras se unen formándolo; tejida la lana se rematan las mangas, el cuello, y la etiqueta se cose. Cuando está listo se traslada al centro de la ciudad, se dobla y expone en una de las tiendas de la avenida, y allí permanece hasta que lo compra alguien: a los pocos días, un hombre paga setenta euros por él; es un jersey de marca, color beige.
Semanas después, y por una única vez, el individuo estrena el suéter, solamente unas horas; un paseo en coche de lujo y una cafetería. Luego, en un día que un amigo le visita, la frase «¿quieres este jersey?» se oiría por primera vez de otras que seguirían. Y la ropa cambia de dueño.
El amigo agradece el regalo y se lo pone a los pocos días, en una primera cita. Tiene éxito, gusta a la chica, al final de la noche se acuestan. Ella siente algo, él no. La joven se marcha de madrugada, con frío en el cuerpo. Él, por compasión, le pone la prenda sobre los hombros y balbucea algo como que ya se lo devolverá. Nunca más se ven.
La chica está triste unos días, lleva el jersey cuando está en casa —a veces lo huele— y le recuerda a esa noche, al tipo del cual se desenamoraría poco después. Ella estudia en la universidad y comparte piso con otra chica. Al cabo de un año su hermano va a la ciudad y le hace una visita, se cuentan sus vidas por separado y recuerdan la que vivieron juntos. Antes de que él se marche ella le dice que si quiere ropa casi nueva, él acepta.
Después del viaje, y con una prenda de más, el hombre vuelve a casa. La familia le echaba de menos y el perro le saluda agitando el rabo. Su mujer le dice que le queda bien el beige, a él le parece que también. Durante muchos días se lo pone para salir, luego sólo cuando está en casa, más tarde lo utiliza para taparse los pies cuando duerme la siesta en el sofá. Los niños lo utilizan un par de veces para disfrazar a su peluche. Un día en que se disponen a hacer espacio en casa, lo meten en una bolsa, junto con otras prendas y lo dejan a las puertas de una iglesia.
Antes de que pase el párroco, una mujer le echa un vistazo curiosa. Por la ranura de una de las bolsas sobresale una manga, el color le parece bonito y agarra la prenda. Nunca llega a ponérselo por entero, lo único que hace es colgárselo al cuello, porque es donde tiene frío después de cenar. Mucho años lo utiliza, hasta que su nuera le regala una manta eléctrica, «así tirará de una vez ese dichoso trapo» le dice. La mujer, a la que no le agrada desperdiciar nada, se lo regala a un vecino junto con una lámpara que le estorbaba y un plato de lentejas que le había sobrado de la comida.
El vecino, que vive tres pisos más abajo que ella, le da las gracias mientras piensa en lo buenas que estarán esas lentejas. En la casa son cinco, el jersey pasa por casi todos. Primero el padre y luego los tres hijos ; como se llevan algunos años va pasando de mayor a menor, y a cada uno le toca cuando los demás simplemente se cansan de vérselo puesto. Al cabo de unos años, descosido y gastado, va a parar al lado de un contenedor.
Un viejo lo recoge para la cesta de su gato, el minino ronronea de gusto cuando se acuesta. Siempre acostumbra a tenerlo a sus pies cuando mira la televisión. A menudo, cuando hace demasiado frío, el anciano se sorprende metiendo los pies por debajo del gato y del jersey, aunque el gato no hace señas de que le moleste. Así transcurre hasta que el viejo muere. La hija del difunto se lleva el gato a casa y le compra una cesta nueva, de esas acolchadas, bien mullida, y se deshace de aquel harapo amarillento.
Un vagabundo dado al alcohol lo encuentra; piensa en cuanto debe abrigar. Distingue por la etiqueta que es ropa de marca, mira la prenda con una confusión amarga, pensando en cuanto le recuerda a algo, tal vez a su anterior y acomodada vida, de cuanto era rico y conducía coches caros y se compraba ropa de marca. Ahora lo que le importa es que tiene los pies helados, y se hace unos calcetines con la mangas del jersey. Meses después unos chavales se los roban, desnudándole los pies, como por una apuesta. Luego los tiran al contenedor y allí están hasta que son llevados a la incineradora, con el resto de deshechos.
Y el jersey, que ahora eran dos calcetines, terminaba aquí su trayectoria.
Aquel transcurso, desde que se fabricara, había durado veinte años; el continuo devenir de existencias, el desbarajuste de vidas, había concluido. Ahora, desfigurado, arrancado de su forma inicial y hecho un guiñapo, desaparecía. Los últimos flecos se consumen por el fuego.

martes, 9 de febrero de 2010

Cuando despierte, dormiré yo

Se apresuró a cruzar de una a otra orilla con la Muerte dormida en sus brazos. Alguien le dijo:

— Aprovecha y tírala al río, o déjala aquí y cruza tú solo. Escapa de ella ahora que puedes.

Sin soltarla y sin detenerse respondió:

— ¿Y que habría de hacer yo en la otra orilla por los siglos de los siglos, hasta el infinito? Deja, que no pase tanto tiempo. Cuando despierte ella, estaré esperando. Entonces tomaré el relevo, y dormiré yo.

martes, 2 de febrero de 2010

El vano intento de evadir un estornudo

Yo tenía entonces seis años, y mi abuelo estornudó por tres veces. Como lo mirara de manera confusa, me dijo «ay, pequeño, por cada estornudo uno se va muriendo un poco más.» Desde entonces pasó un tiempo en que le vi en cada ocasión más frágil, y observé su cuerpo empecinándose al encorvamiento, hasta que un día murió.

Ni siquiera me apené por él ni sentí su pérdida. Tras su muerte, lo único que me vino a la mente fueron sus palabras, las únicas quizá, que me había dirigido. No quería yo seguirle los pasos a aquel viejo, ni que la muerte me pasara factura. Me guardé mucho, y me avergonzaría reconocer cuanto tiempo, de que en mi cuerpo reaccionaran aquellas sonoras y mortuorias estampidas de aire. Huí del estornudo del mismo modo que huye la comadreja del cóndor, refugiándome al más leve presentimiento de su acecho, vigilando los lugares por donde podría pillarme desprevenido.
En pos de mi eterna vigilia me quedé en casa casi todos los días de invierno, siempre con el abrigo adecuado y libre de corrientes de aire. Apenas he sudado en todo este tiempo y nunca más he vuelto a encargarme de limpiar el polvo, pues sé que son cosas estas que pueden acrecentar sus estímulos. Fueron tardes enteras, acomodado en mi cuarto desprovisto de bártulos y ácaros, en un sillón que se lavaba dos veces a la semana, leyendo algún libro acabado de desprecintar. Como nota aclaratoria, para que entiendan mejor hasta qué punto llegaba mi voluntad, diré que no leía sino libros cortos, para que me diese tiempo a terminarlos antes de que pudieran acumular polvo u otras infecciones. Era muy fervoroso mi ímpetu de salvaguardarme, pues siempre venía a mí el recuerdo del rostro cadavérico de mi difunto abuelo.
Pero aún así, sin que pudiera advertirlo previamente, emergiendo de Dios sabe dónde, hormigueándome las fosas nasales, trastocando mi sosiego y atormentando mi ánimo, llegaba el condenado. Realmente fueron duros los momentos en los que a este primero le seguía otro, ¡incluso a veces un tercero!

No fui capaz, con todas las dedicaciones prestadas a tal empresa, de poner remedio alguno contra esto. Ahora, con la tez arrugada como la tuvo mi abuelo en sus últimos días, comprendo que fue en vano el intento de evadir un estornudo.