martes, 27 de abril de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte III

Luego de salir del palacete de los Brahmanes, Ramán y su hijo caminaron, ambos callados, hasta que a media mañana llegaron a una plaza donde entrenaba un grupo de soldados.

El espacio en el que se encontraban, abierto al cielo y sin sombras, incidía sobre aquellos hombres bruñendo sus espaldas y calentando el suelo a donde iban a menudo a caerse. En movimientos precisos se debatían, a cada cual con más esfuerzo; se chocaban los hierros de las espadas, se enzarzaban en luchas de brazos, se esquivaban golpes y se recibían otros tantos. Durante un rato padre e hijo observaron el entrenamiento, hasta que llegó la hora del descanso; como sentían curiosidad, los guerreros les invitaron a descansar con ellos.
Algunos trajeron agua, otros algo de pan, y lo compartieron con aquellas dos personas que habían venido a verles.

—Señor —dijo uno de los guerreros—, ¿quiere que le enseñe unos movimientos de lucha a su hijo? Se le ve muy entusiasmado.

— Claro —dijo Ramán—, pero tenga cuidado, he visto como Negoy corta la leña y temo que usted pueda salir malparado.

Ramán le guiñó un ojo y los otros guerreros rieron; el niño se levantó emocionado, le dieron una espada de madera y estuvo entrenando todo el tiempo que duró el descanso de los otros guerreros.
Mientras, Ramán comió algo con aquellos hombres, a los que preguntó cortésmente por qué eran soldados.

—Hace falta gente que luche y que se defienda por el país —contestó uno de ellos.
—No, me refería a vuestro caso personal, a lo que os ha movido para la guerra, o si es por haber nacido hijos de guerreros.

—Ah —contestó el mismo guerrero, mientras los otros escuchaban atentos—, usted se refiere a los Varnas, a los cuatro grados de ser, las castas.
—Sí.
—Hay muchos de nosotros que sí compartimos ese pensamiento —continuó el guerrero—; nosotros, los Chatrías, somos los brazos de Brahma, y sólo así tenemos un sentido a la existencia. Lo consideramos una partición divina. No podemos comer más que lo que cocinan gente de nuestra misma casta, no podemos casarnos con otra gente que no sea de nuestro grupo, así lo entendemos algunos, y seguimos fiel a nuestras creencias.

—¿Usted a qué casta pertenece? —le preguntó uno de ellos a Ramán.
— De donde yo vengo no existe apenas esta división ni pensamiento —contestó— toda mi vida me ocupé de llevar ganado y comerciar con la leche, aunque ahora soy Sultán, o lo equivalente a un dirigente, allí en Jumea.
Los guerreros parecieron adoptar ahora un aire más respetuoso, y se miraron unos a otros.
Ramán, que observó esta reacción les dijo:

—Tranquilos, he venido a vosotros como padre, porque Negoy tiene inquietudes y quiero que conozca por sí mismo lo que otros le han dicho.
Entonces quedaron callados un instante y Ramán volvió a sonreir.

—Me ha salido un niño muy curioso —dijo, y los otros también sonrieron.
—Y también muy hábil —dijo uno señalando a donde estaba Negoy, que aprendía a esquivar una estocada.

Luego de acabar el descanso, Ramán y Negoy se prepararon para marcharse, y Ramán le preguntó a su hijo, delante de todos:

—¿Verdad, Negoy, que es de admirar la fuerza de estos hombres, la voluntad y la disciplina, y la amabilidad con la que han compartido su descanso con nosotros?

—Si padre —contestó Negoy—, gracias por enseñarme —dijo dirigiéndose a los guerreros.

Cuando se despidieron, uno de ellos, más cercano, le dijo a Ramán:

— Lo que haces te honra.

Los guerreros volvieron a sus armas, y Negoy le contó a su padre lo que había aprendido de lucha, mientras ambos se dirigían al barrio de comerciantes de Lhajsé.

martes, 20 de abril de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte II

Durante el desayuno se presentaron dos de los Brahmanes, que tomaron el té con ellos; eran correctos, muy justos al pronunciarse, de habla sosegada, y le parecía a Negoy que un aire majestuoso les envolvía. Aquellos maestros les aleccionaron acerca de los textos sagrados, con mucha elocuencia les citaron las máximas de los Veda, de las Leyes de Manú, y discutieron acerca de la ritualidad de las oraciones, las abluciones y la Verdad Única.

Al acabarse el té, y después de que hubieron probado los Ryghpas, los panecillos salados, Ramán le pregunto a su hijo, delante de los Brahmanes:
—Negoy, hijo mío, ¿verdad que es de admirar la sabiduría de estos hombres, la consonancia en sus pensamientos, la armonía de sus ademanes y el adoctrinamiento de sus palabras?
—Si, padre —dijo Negoy.
—Bien, ellos son llamados la boca de Brahma, pues son la voz que ha de representarlo aquí en la Tierra. Ahora conozcamos a las demás castas.

Uno de los Brahmanes, algo extrañado, preguntó a Ramán por el motivo de su visita, a lo que respondió:
—Mi hijo vino a preguntarme ayer acerca del sistema de castas. Le ayudo a conocer una respuesta.
—¿Quiere que se lo expliquemos nosotros? —habló otro.
Ramán no respondió nada durante un instante y luego, mientras se incorporaba, dijo:
—Tanto mi hijo como yo les agradecemos sus enseñanzas, recordaremos este desayuno; aunque la respuesta que él busca no pueden dársela ustedes, ni yo tampoco.

Y padre e hijo se fueron, dejando atrás a aquellos maestros algo indignados, que sospechaban una enseñanza que les rebajaba.

martes, 13 de abril de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte I

Cuando Negoy, hijo de Ramán, hubo cumplido siete años, entró en la estancia donde su padre meditaba, y con gesto respetuoso fue a ponerle su mano en el hombro; el padre volvió de la abstracción.
—Hola hijo —dijo Ramán abriendo los ojos—, ¿qué te preocupa?

Negoy se sentó entonces en su regazo.
—Padre, ¿con qué niños se me permite juntarme? ¿Con quién es preferible que juegue o que hable?

—Pues con aquellos que tú elijas, claro—dijo el padre— , ¿por qué esa pregunta?

El niño titubeó, y miró a su padre como buscando la verdad en lo que había dicho.
—Pedwa, una niña que está en la escuela, me dijo que había varias clases de personas, y además yo lo he visto, adentro en la ciudad; unos van bien vestidos y hablan bien, otros, que luchan, son más fuertes y van armados, otros son más pobres, y hay otros que he visto, que parece que se van a morir pronto, y la gente se aleja a su encuentro. ¿Con quien puedo jugar yo?

Ramán comprendió entonces, su hijo hablaba del sistema de castas.
—Ve por ahora, Negoy, luego te responderé.

La situación en Jumea era así: al ser una ciudad-poblado donde la mayoría se dedicaba al cultivo de tierras y tareas semejantes, nunca había existido esa diferenciación que sí se daba en las ciudades más habitadas e industrializadas. Ramán se había dado cuenta, gracias a la pregunta de su hijo, que aquel sistema de castas de las ciudades vecinas estaba comenzando a darse también en Jumea.

Después de que hubo pensado durante la tarde, fue al cuarto de su hijo cuando se preparaba para dormir.
—Descansa Negoy, mañana marcharemos a la ciudad, y te daré una respuesta.

Al siguiente día temprano, padre e hijo anduvieron callados hasta que se internaron en Zadhua, así se llamaba la ciudad más próxima. Atravesaron calles atestadas de mercaderes ambulantes, encantadores de serpientes, faquires y yogis, adoradores de Shiva o de Vishnú, o de Krishna o de Ganesha, vieron gente que reverenciaba ante las estatuas, que pedía limosna o que encendía incienso a la puerta de algún templo. Desfilando ante sus ojos una ciudad con un ritmo y un bullicio al cual no estaban acostumbrados; los bazares se sucedían repletos de alhajas, de telas de mil colores, de pieles de todo tipo. Vieron también muchos puestos de animales, cientos de sacos con especias o infinitas cestas de fruta.

Después de una caminata, ante un palacete amarfilado, se detuvieron.
—Ahora veremos a un grupo de Brahmanes —dijo Ramán— y desayunaremos con ellos.

Negoy siguió a su padre entre las laberínticas estancias hasta que dieron con un salón principal, donde estaban reunidos aquellos hombres. Tras las presentaciones y después de que hubieron acreditado el sultanato de Ramán, le invitaron a sentarse y desayunar con ellos.

martes, 6 de abril de 2010

Srijeimán «el que ofreció leche de su vaca» Parte II

Karfú y la familia de Ramán le siguieron cuando se dirigía a la entrada, donde se encontraba aún el grupo de hambrientos; bajo unas escalinatas de mármol se hallaban, apretujándose, hombres, mujeres, niños, agitando los brazos y con las facciones acentuadas por la desesperación. Algunos de ellos extendían la mano, otros se las llevaban a la boca, otros se tocaban la tripa y gemían, o lloraban, y así permanecieron entre súplicas y lamentos, mientras un grupo de soldados los mantenía fuera de palacio. Solamente se calmaron cuando vieron cómo el nuevo gobernante, el actual sultán de Jumea, salía sin escolta y con una vaca caminando junto a él.

Ramán se detuvo entre aquellos pobres y les habló:

—Vosotros, que sois el pueblo, sois a quienes he de intentar corresponder, como gobernante, y ahora os correspondo con esto, una verdad. No existe forma de salvaros, no una definitiva ni drástica, puesto que los que sois pobres lo seguiréis siendo aún durante mi mandato.

Aquellos hombres, confusos, se miraron unos a otros. Sus rostros estaban inquietos, y repelían con la mirada a aquel nuevo rico que intentaba persuadirles.

—La mansión de dónde he salido no me pertenece —continuó Ramán—, los lujos y el oro que en ella se encuentran tampoco. Hablaré para que la gente interesada en ellos vea la importancia de ayudaros, pero ellos no la querrán ver, y antes esgrimirán diez mil excusas que dar de comer a una boca hambrienta. Esa es la verdad.

Una mujer andrajosa maldijo en alto, quejándose de los ricos. Y Ramán se volvió hacia ella, reprendiéndola.

—No has de hacer eso puesto que no es un problema de riqueza o pobreza, sino de conciencia. Espera.

Y se acercó a su vaca, sacó dos cuencos de una bolsa y comenzó a ordeñarla hasta haberlos llenado los dos.

—Karfú —le dijo a aquel, que se había acercado y estaba observando—, coge uno de estos cuencos repletos de leche y dáselos a quien tú quieras.

Karfú, que jamás se había visto mezclado en una situación así titubeó un poco, pero al final se decidió, y fue a darle el cuenco a un anciano, que era de los que más pedía. Nada más recibirlo, aquel hombre se lo llevó a la boca con unas ansias tremendas, tanto que derramaba la leche por la comisura de la boca, y se la bebió de un trago.

La gente se conmocionó, la esperanza de ser el próximo afortunado les invadió y no pensaban en otra cosa que no fuera aquella leche. Ramán cogió entonces el otro cuenco, y caminó entre ellos, entre esas decenas de ojos que miraban con gran estímulo y deseo. Uno de ellos, algo más apartado, le pareció el hombre indicado, y fue a fijarse en sus ojos, y el hombre en los de Ramán, hasta que le dio el cuenco.

Fue para sorpresa de muchos que este hombre, necesitado de comida como estaban todos, fuera a donde un niño que había junto a su madre y le diera de beber la leche.

Y las miradas se dividieron; unos miraron a Ramán, otros miraban a aquel hombre que había renunciado a su único alimento en muchos días, otros, a la mujer a quien iba dirigida la lección, y otros al anciano que se había bebido todo el cuenco, que ahora, avergonzado, hundía su cabeza al pecho. Y asimismo también se avergonzaron los que habían compartido el mismo pensamiento que él.

—Pensad en dar antes que en recibir —dijo por último Ramán—, y eso os colmará del buen sentimiento que hace felices nuestros días. Si queremos cambiar a los ciegos de arriba, debemos agudizar nuestra propia vista antes.

Un hombre desnudo se le acercó:

—Señor, ¿pero qué quiere usted que yo dé? Si no tengo nada que llevarme a la boca. Estoy hambriento. No tengo ni una triste tela que cubra mi cuerpo.

Entonces se adelantó Karfú adonde él estaba, se quitó su túnica y se la entregó.