martes, 29 de diciembre de 2009

Un libro

Y el hombre dijo: hágase la palabra escrita; y la tinta emanó de sus dedos, caudales de signos se vertieron en papiro, y la historia de la humanidad, con sus devaneos, trazó su impronta para las generaciones venideras.

Y he aquí que para regocijo de los que han de conocerlos—y por gracia del tiempo pasado— los goznes invisibles de la creación se agitan, tiemblan, retruecan, se activan, y nacen de entre las pisadas los hacedores de cuentos. De la cópula entre letras habrían de germinar las palabras, y del entendimiento de éstas, unos folios, que a su vez debieran componer tomos, que hallaran lecho en la estantería de algún habitáculo. Éste es nuestro preciado legado; el arte de contar historias, o el arte de escribirlas, o el arte de escucharlas, o el arte de leerlas.

Y, como nacido del más azaroso de los deleites, nos es dada —a nosotros los vivos— la libre elección de una de estas historias, el placer de elegir un libro. Sucede algunas veces, en ocasiones precisas, tener que decantarse por uno entre muchos. Se te presentan a la vista perfiles de toda dimensión y color; contornos de materiales y fabricaciones diversos que se arrellanan pegados el uno al otro cada cual siendo piélago de mensajes que te dirán algo o no te dirán nada. ¿Cómo escoger uno de aquellos pedazos de existencia? No es extraño que uno se sobrecoja.

De entre todos distingues uno, lo tomas, lo abres con tacto. De entre las manchadas páginas se desprende un aliento que te seduce.

Ahora solo te queda leerlo.

martes, 22 de diciembre de 2009

Llorando por todos

Sucedió una vez solamente, y no ha vuelto a repetirse en los años que han devenido desde aquella tarde. Fue un lunes, recuerdo que tenía libre en el trabajo. Cuando hube acabado de comer y después de aburrirme lo suficiente en casa, quise salir a dar una vuelta por las calles, a dejarme absorber por la ociosidad absoluta del que no tiene nada que hacer. Al bajar las escaleras me crucé, a la altura del segundo piso, con una señora que subía. Ella me saludó, y fue por la manera en que lo hizo, que me detuve cuando ella ya no podía verme. Por la sonrisa que afloró de su semblante —me pareció llena de complicidad— tuve la certeza de que me conocía. Aquella sensación me vino por la mímica del saludo, un suave ladeo de cabeza, y por la contorsión tan ensayada y acostumbrada de los labios. Gestos tan automáticos de quien los ha repetido cientos de veces. Es como si me saludase cada día —pensé. Y, sin embargo, yo no recordaba haberla visto nunca.

Fue aquel encuentro, a la vista de los escalones, el primero de los reveses que tantas turbaciones me depararon. El segundo habría de darse en el porche del edificio cuando un niño, pecoso y encorvado, me miró animosamente y me saludó por mi nombre. No pude más que devolverle los buenos días y, más atónito que asustado, le di unos toquecitos en la cabeza. Tampoco le conocía de nada.

Una vez en la calle el frío me sacudió en la cara. Ráfagas de viento parecían despabilarme; crucé de acera con la perspectiva de que quizá aquello lograra descongestionar mi aturdimiento, y por un rato creí irse a la ensoñación. A media manzana de mi casa ya estaba convencido de que no era así; todos aquellos con los que me topaba procedían igual que la mujer de las escaleras y el niño del porche. Hordas de individuos pasaban por mi lado y brotaban, de todos sus rostros desconocidos, gestos corteses, reverencias, inclinaciones, muecas, guiños, aspavientos, ademanes, etc. Nada más variado que la parafernalia existente, entre las señas que hacemos y las que observamos, cuando encontramos a alguien que nos es conocido. La cantidad es infinita. A cada persona un gesto, de cada persona otro distinto. Aquella vez me di cuenta como ningún día. Y luego las palabras de rigor que me venían de un lado y otro de la acera, por detrás de mí, o de frente; frases del tiempo, o de negocios, o de cosechas, o de política, comentarios del tipo “vaya semanita que nos ha hecho señor Julio” o “cómo disfrutan algunos cuando hay día libre ¿eh, amigo?”; desde las informativas “cómo está la juventud” hasta las autocomplacientes “mientras haya salud…”. Éstas y más me venían allá donde viese a alguien. A caballo entre el recuerdo y el olvido, la sensación me perseguía en calles y avenidas, en panaderías, fruterías, bares, a cada uno de estos sitios entré sin que pudiera salir de ellos con un sinfín de saludos afectuosos y palmadas en la espalda de personas ajenas a mí, aunque detrás de todas aquellas caras, y esto era lo que más me aterraba, veía un atisbo de familiaridad, de todos el mismo aire conocido. Lo único era que yo no lo recordaba.

Desesperado agarré el autobús, uno cualquiera, el primero que vi venir cerca de la parada. Solo quería irme, no importaba dónde, fuera de aquel barrio que —por otra parte— era el mío, a descansar en el anonimato; si había sufrido algún lapso de la memoria lo mejor sería ahuyentarme de allí, donde todos parecían conocerme, a algún lugar donde mi persona pasara por absoluta desconocida. No funcionó.

No solo el conductor del autobús me saludó con un acento vivaz y una animosidad que ya empezaba a detestar, además de él los otros pasajeros me saludaron sin excepción. Asiento por asiento, los acomodados viraban sus cabezas al verme y se dirigían a mí. Uno de ellos apartó sus bártulos y me cedió el sitio, mientras otro, más adelante, se dirigía a mí con plena confianza. Era como si empleara ese mismo autobús a diario, yo, desde luego no lo recordaba. En un impulso súbito bajé cuando se abrieron las puertas y galopé en ninguna dirección, solo me retiré rápido, hasta que pedí a un taxi que me llevara al aeropuerto. A estas alturas de la redacción no es preciso que diga que el conductor me reconoció, como amigo de toda la vida, y durante todo el trayecto no cesó de hablarme de cosas de su vida, y de la mía, que yo ni sabía que había contado. Mis ansias acuciaron con el trayecto, y cuando llegué al aeropuerto salí del coche sin ni siquiera pagar. Las tablas de destinos me reportaron algo de ánimo, me iría lo más lejos que pudiera, a ser alguien ignorado. Recuerdo aquel como el peor momento de mi vida. Nueva Delhi, Canadá, Italia, Ginebra, Corea, Croacia, Laponia, si, ¡Laponia! Por muy recóndito que fuese el lugar, de cualquier ciudad me venían sus gentes afectuosamente, hablándome en todos los idiomas posibles que no entendía, pero que sin duda estaban cargadas de cariño y afecto, de relaciones íntimas. Con la misma efusión y ternura me saludaron ejecutivos, prostitutas, ancianos, leprosos, indígenas, esquimales, tiroleses, hasta los recién nacidos parecían reconocerme, hasta los enfermos de Alzheimer se acordaban de mí. En todos ellos vislumbré la mirada de quien ha compartido contigo gozos y penurias, rostro tras rostro, adiviné la gesta de un amigo o de un hermano que sentía por mí un grandioso apego.
Ya no recuerdo cuanto tiempo estuve viajando, cuando al ocaso de uno de los días, en alguna de las ciudades a las que viajé, me arrodillé en una colina alta, y lloré amargamente por las personas que me apreciaban, que eran muchas.

martes, 15 de diciembre de 2009

La soledad de los gatos

Algo hay de triste e insondable, de demasiado humano, de atmósfera cifrada; existe un poco de todo esto que se desprende de la mirada de un gato. Quienes observen con dedicado ímpetu, aquellos que hayan detenido su ojo lo suficiente sabrán de lo que hablo.

Animal de los mil avatares, es rey y majestad cuando su aspecto reclama de la tierra su dominio – los adoquines, la alfombra, el parqué, todo parece reverenciarse a lo mullido de sus patas – y es humilde servidor cuando curva el lomo y zigzaguea entre las piernas de uno reclamando el contacto de una mano amiga.
Cuando come lo hace con el regocijo de los infantes, cuando bebe adopta la sutileza de una mujer, juega con la travesura de los chavales y duerme igual que los ancianos, pues se acurruca como ellos para que no se le vaya la vida en sueño. Tiene la curiosidad de un indiscreto, la altanería de un soberbio, la reserva de los desconfiados y la entrega absoluta de los creyentes. Es un arisco cuando defiende, a uñas y dientes, su territorio, y asustadizo cuando a esconderse va, bajo la cama. Es, a la vez, hogareño y callejero, buscador y perezoso, inquieto y manso, tratable y huraño.
Un gato, a la vez, es muchos gatos.
Pero hay algo peliagudo y turbador cuando de entre sus muchos rostros advertimos uno que no nos es reconocido. A un tiempo de observarlo se tiene una leve intuición de que un entendimiento supremo anida oculto bajo los bigotes y la nariz chata. Es en ese instante, que adopta hábitos muy lejanos y se percibe una quintaesencia, cuando de él despierta el avatar de lo insólito. Y uno se siente temblar hasta los tuétanos.

Con la mayor de las prudencias se desliza a donde estás, poseído por fuerzas mayores. Sus movimientos se suceden con consonancia precisa, como si al caminar se prestase del equilibrio de los Elementales, y se detiene a unos pasos. La estática silueta desprende un no se qué de las cosas ancestrales que te abstrae a la contemplación. Tú le miras, él a ti, y lo hace con el poder de unos ojos que parecen ver el más allá, luego se lanza a tu regazo con la ligereza de un suspiro, se arremolina en el menor hueco, y entonces sucede el contacto. Al principio una quietud tensa, luego una vibración queda. Unos segundos más tarde, expulsados de abismos remotos, se desencadenan en su interior los ecos de un rumor que reclama al ánimo. Ése es la vía de comunicación, no un simple ruido sino una frecuencia. ¡De entre el murmullo una voz! La voz de ánimas incognoscibles y abandonadas que residen allí dentro, millar de almas que claman por desasirse del otro mundo, entes de una dimensión clandestina que susurran tras el umbral y habitan en la soledad más profunda, al otro lado de los gatos. El ronroneo de un gato llama a toda la carne de uno si sabe escucharlo.

martes, 8 de diciembre de 2009

El otro camino

Alguien con un mapa y una granada de mano se me acercó.

- ¿Podría decirme donde queda el fin del mundo?

Hablé sin mirarle a la cara, tan solo pasando los dedos por el mapa.

- Tiene dos caminos. En el primero ha de coger la calle de la Avaricia, cruzar por la avenida del Sufrimiento, pasar por la plaza de la Ingratitud a la izquierda, atravesando la calle de la Intolerancia y yendo por la travesía de la Estupidez Humana, allí lo encontrará.

El hombre se dejó caer al suelo abatido de cansancio. Tiró el mapa, desunió la anilla del artefacto, y me miró.

- Ese era el otro camino.

martes, 1 de diciembre de 2009

Aquí permanezco

Esa es la gran diferencia; a los pobres se les llama locos y a los ricos excéntricos. La misma locura, distinto trato, y una vez más la justicia se esconde. La Biblia dice que los últimos serán los primeros en el reino de los cielos. Yo digo que los últimos seguirán siendo los últimos, por los siglos de los siglos, amén. ¿Qué donde vivo? Habitación 103 ¿Que cual es mi familia? Estas paredes blancas, yo, y nada más, nada. ¿Qué si estoy loco?
El personaje se ríe exageradamente.
Después de tres años aquí encerrado les aseguro que ninguno de ustedes podría contestar a eso, este es el mejor lugar que conozco para volver loco a alguien que no lo está. Imagínenselo, un mundo donde el cielo es completamente blanco por el día y completamente negro por la noche. Aquí nada existe, a menudo me pregunto si yo existo. La realidad se desvanece y los sentidos dejan de ser útiles. Es igual que estar ciego, porque no veo más que blanco, es lo mismo que estar sordo porque no oigo más que mis pensamientos. ¿Huelen?
El personaje hace el gesto de olfatear.
¿No, verdad? Porque aquí no huele a nada, ni bien, ni mal, nada. Llegados a este punto ¿Quién sabe si lo que recuerdo es real? Puedo haber vivido alguna vez en la ciudad como recuerdo, pero también puedo habérmelo imaginado. ¿Los médicos? Al principio se lo dije muchas veces y se lo repetí otras tantas, pero no me escucharon, me oyeron pero no me escucharon. Cada vez que pareces un poco cuerdo te drogan y te someten a tratamientos ¡Tratamientos horribles!
El personaje pone cara de terror.
Al final he decidido convertirme en el loco que ellos quieren que sea. Ahí llega, el Dr. Barces.
El personaje cambia su ánimo. Enloquece.