martes, 4 de mayo de 2010

Sartyanemán «el de las cinco castas» Parte IV

Lahjsé era uno de los barrios de más confluencia de la zona. A todos lados, allá por donde se mirara, las gentes se aglutinaban, agolpándose en cualquiera de los puestos que hartaban la calle. Se escuchaba la algarabía de voces; palabras de compradores regateando el precio y palabras de vendedores alzándose a gritos por una oferta indigna. Entre este bullicio llevó Ramán a su hijo a la entrada de una caseta donde se vendía arroz cocinado; a la entrada una anciana rellenaba los cuencos y una niña los ofrecía y los cobraba.

—Señora —dijo Ramán a la anciana—, no tenemos con que pagarle, pero querríamos comer algo, tal vez si aceptase que la ayudásemos nos invitaría a un cuenco de arroz.

Luego de un tiempo observándoles, hizo un gesto de asentimiento, y mandó a Ramán a traer sacos de arroz y al hijo a que cobrase junto a la niña. Durante todo lo que restó de la mañana trabajaron sin descanso. Negoy, a cada cuenco que pasaba por sus manos, se le estremecía el estómago, estaba hambriento. Las lecciones de lucha le habían dado hambre, y para colmo, no cesaba de llegarle al olfato el aroma de las especias que la abuela echaba al arroz. Aún así no comió nada, comprendió que la comida no era suya, y además veía a la niña a su lado que tampoco lo hacía. Por otra parte, aprendió pronto el oficio, la niña le mostró como ofrecer la comida sin que el cliente se quemase y como se le daban bien los números al cabo de poco daba el cambio casi sin pensarlo. En un momento en que no había mucha gente le preguntó a la niña:
—¿Hasta cuando estáis así?
—¿Así cómo? —respondió la niña.
—Aquí, en esta tienda, vendiendo el arroz.
—No lo entiendo. Nosotros vendemos arroz, luego dormimos—dijo señalando unos sacos de paja y unas pieles.
—¿Y tus padres? —dijo Negoy algo confuso.
—Se fueron a recoger arroz al campo, vuelven a la noche.

El muchacho entendió que no hacían otra cosa en todo el día que vender arroz, y que gracias a ello podían comer todos los días. Se apenó un poco y le vinieron pensamientos de tristeza, pero algo le extrañó en la niña, estaba sonriendo. Vio sus dientecillos asomar alegres, y como los ojos se le achinaban un poco al hablarle, y quedó cautivado por esa sonrisa. Aquella ternura, que se veía en la niña, borraba de golpe el infortunio de toda una vida de trabajo. “Nunca he visto sonreír así” pensó Negoy.

Después de un rato la abuela dio comida a cada uno y se sentaron en lo mullido de las pieles del suelo. Mientras comían en silencio, Ramán observó como aquella niña y su hijo se miraban y reían cómplices. Al acabar de comer, mientras limpiaba los cuencos, Ramán le preguntó a Negoy:
—¿Verdad hijo, que es de admirar que esta gente, que para comer un poco de arroz trabaja todo el día, nos haya dado a nosotros la misma ración, cuando solo hemos trabajado la mitad?
—Si, padre.
—Esta gente —continuó Ramán— que forma parte de la casta de los Vaishias, que no recibe lisonjas por eruditos como los Brahmanes, ni alabanzas de guerra, como los guerreros, pero que día a día, merced a su esfuerzo, sobrevive en el anonimato; ¿crees que son los Brahmanes más dignos de ser amigos tuyos?
—No padre, he visto sonreír a esta niña como a ningún Brahmán.
Tras la despedida y el agradecimiento, padre e hijo reanudaron el camino, Negoy se despidió de su amiga y no paró de recordar su sonrisa todo el camino.

1 comentario:

Darka Treake dijo...

Ohh... qué bonito, Sir Iskandar.
Me gustó mucho. Una gran lección que aprender, sin duda.
Ramán fue un gran padre, y supo cómo enseñarle a Negoy, haciéndole vivir las visitudes de cada casta para concerla...

1abrazo!
Darka.