miércoles, 11 de agosto de 2010

Hombre dando de comer caviar a las palomas

Si Emilio comía en el ascensor, se afeitaba tumbado en la cama y guardaba la cartera y las llaves en una bandeja de la nevera, se debía a que, ya desde pequeño, sufría la terrible necesidad de hacer cosas que no hiciese nadie más. Cualquier acción que se asemejase a la de otra persona le enfermaba hasta tal punto que el afán de la exclusividad le llevaba a tener comportamientos cada vez más extraordinarios. Así, en el colegio se presentaron los primeros síntomas de este trastorno; a los doce años quiso llevar corbata y mocasines, cuando a esa edad sus compañeros lucían sus primeras deportivas y se llevaban las sudaderas con capucha. Y mientras en el recreo se jugaba a fútbol o a la comba, el pequeño Emilio se inventó un juego donde se tenía que jugar al fútbol mientras se saltaba a la comba, pero entonces otros comenzaron a interesarse y él dejó de jugar.
Fue conocido en su instituto mayormente por su afición a leerse los libros al revés y por escribir con las dos manos de forma alterna, un párrafo con cada una; así no pertenecía al grupo de los zurdos ni de los diestros.

Más tarde, a medida que fue creciendo, lo hicieron también sus manías; son muy conocidas en su vecindario las rarezas que representaba muy a menudo: le habían visto batir huevos en la parada del autobús, pasear un centollo, lavarse los dientes en una cabina telefónica, y tocar una guitarra sin cuerdas con un letrero que decía «la música se lleva por dentro». Y luego estaba su apariencia. Ya llevaba pajarita con chándal, o combinaba colores imposibles, o usaba zapatos de distinto juego, o llevaba media cara con barba y la otra media afeitada. Era un hombre con insaciable curiosidad, y en todos sus quehaceres buscaba siempre la oportunidad para crear algo nuevo.
Nunca aprendió a conducir, ni cogía el transporte público. Cuando se disponía a salir a la calle, lo hacía siempre a horas poco comunes y por calles poco concurridas.
Había despertado en sus vecinos una curiosidad morbosa, y a cada vez que salía de casa las mirillas se copaban con ojos ávidos de cualquier cosa estrafalaria. Y siempre las había. Unas veces Emilio, que vivía en un quinto, subía los escalones de espaldas, otras, utilizaba de forma alterna el ascensor y la escalera, así pues, subía un piso andando y el otro en ascensor. Otras veces se santiguaba en cada rellano, o recitaba poesía, correspondiendo a verso por escalón. De todas formas no le gustaba tampoco repetir sus propias excentricidades.

No conocí a nadie igual, tan en constante huída de las costumbres y de la práctica común, tan distante del comedimiento y de las normas. Emilio era así, pero no lo empujaba a ello un afán de destacar, ni siquiera se trataba de una protesta contra el sistema. Simplemente adolecía de una enfermedad aún no catalogada, que le obligaba a romper en todo momento con los condicionamientos sociales. Esto era cierto hasta tal punto que si, por ejemplo, en el supermercado se sentía actuar igual que los demás por llevar carro, le invadía una náusea, y entonces se deshacía del carro al instante y cargaba los productos, que se yo, metidos en calcetines. El problema que Emilio tenía era este, que por su condición de trasgresor exacerbado, sufría una desazón cuando en ocasiones no tenía más remedio que actuar según la mayoría.

La primera vez que lo vi estaba sentado en el banco de un parque, dando de comer a las palomas, y les daba caviar. Meticulosamente acercaba una cuchara a la bandada y, unas más tímidas otras más enérgicas, todas iban a picotear las huevas. Me senté al lado, con el leve apercibimiento de que había algo de arte en todo aquello.
Le dije:
— ¿Por qué das caviar a las palomas?

El hombre no habló en algún tiempo, y cuando lo hizo, me miró a los zapatos de forma que parecía que les hablaba a ellos:
— Gente que les de pan ya hay mucha.

Y luego me sonrió, bueno, no a mí, a mis zapatos, de una forma un tanto pícara, pero sin maldad. Más allá de su enfermedad, y esto solo lo sospecho, sentía un cierto regocijo al dejar perplejos a los que eran testigos de sus acciones.

Emilio murió como muere todo el mundo, eso no pudo evitarlo. En cambio si dejó escrito que alguien, quien fuera, mezclase sus cenizas con pintura y dibujase un cuadro. Resultó un cuadro famosísimo, y hay quienes le pusieron cifras altísimas para un cuadro así, pero era enigmáticamente bello, decían. En él aparecía un hombre sentado en un banco de un parque que daba caviar a las palomas. Yo lo pinté.

2 comentarios:

Cristina Puig dijo...

Que buen texto y que pasada de personaje, me encantó especialmente la idea del final, dle cuadro. Señor Ligre me alegro muchísimo de haberle visto ayer y de poder compartir con ustedes unas horitas (aunque sea una vez o dos al año:. Y tb me alegro mucho por el nuevo período que va a iniciar. Les esperamos esta semana (posiblemente jueves) xa la cena.

Un abrazo!

Darka Treake dijo...

Qué bueno, Sr. Iskandar!
Me ha gustado muchísmimo!
Menudo personaje has creado! sólo por ello ya mereces que te escogieran para la aventura que vas a comenzar!

Lo que más me gustó, es imaginarlo paseando al centollo!!
ajajajaja

grande grande!!

de dónde sacarás esas ideas, es algo que sólo tu mente podría resolver, pero que jamás te lo contará! así que me quedaré sin saberlo.

1abrazo!!!
Darka.